Porque yo fui uno de ellos
Javier Díaz-Guardiola


 

 

Odio a los niños. Y eso que se me dan bien. Que tengo mano con ellos. Odio sus pucheritos, sus risitas in crescendo que suelen acabar en llanto (“ríe, ríe, que después llorarás”, solía decirme a mí mi padre); sus gritos y berridos que desgarran el silencio y lo parten en dos, que transmiten un pesar como si ellos fueran los únicos seres sufridores en este mundo perro. Niño, antes que tú, ya lloramos otros tal y como lo haces tú ahora. O tal vez no. Odio sus rastros, su olor a medicina cuando son bebés. Odio su incapacidad para mantener la calma, su infinito egoísmo… Pero quizás lo que más odie por encima de todas las cosas sea a sus padres. Esos padres que se piensan que sus vástagos son los únicos seres vivos sobre la faz de la Tierra. Y que por eso les ponen nombres ridículos para que quede claro que ellos se diferencian de la masa, sin ser aún muy conscientes de que de ahí, a poco que se lo propongan, tienen en frente a un ni-ni en ciernes, cuando no a un nuevo número que engrosará las generosas listas del paro de este país. Odio a esos progenitores que no se dan cuenta de que los vídeos y fotitos de sus retoños son tan aburridas como memorizarse la tabla periódica. Es más: no se os ha ocurrido nada nuevo: esas mismas instantáneas –antes en papel, en super8 o en betamax; ahora jpg o a modo de gif- ya las sufrimos en otros niños, de otras familias, de otros países, de otros tiempos…

Por ejemplo, la típica foto de la bañerita. “Mi primer desnudo”. Como si esa imagen no estuviera en el álbum y en la retina de todos los representantes de las generaciones de los sesenta y los setenta en España. O la del niño envuelto como una mortaja el día del bautizo. O la del pequeño infante, con mayor o menor cara de circunstancia, sentado en el regazo de el Rey Mago de turno. Si ese niño fuera medianamente inteligente y en esa cabezota gorda existiera algún atisbo de vida inteligente, se cercioraría de inmediato de la falsedad de esa barba o, lo que es peor, de la bochornosa naturaleza de ese rey negro, que, en mi época, era un pobre diablo embadurnado de betún hasta las trancas.  

Revisando ahora las instantáneas que Concha Martínez Barreto incluye en su proyecto “Biografía”, uno se pregunta si cada generación no tuvo la suya. Esa escena falsa, siempre recreada, que precisa de sus “cómplices” (otro hermano que posa, un amigo, un vecino) y su “atrezzo” (un disfraz, un traje de gala, un vestido de flamenca, un rey mago-poltrona) para volver a ser inmortalizada una vez más. La que la artista nos propone es una composición que debió de ser popular en la generación anterior a la suya: la del niño o niños que son reclutados y encaramados a un carro de tiro, como si ellos fueran capaces de conducir semejante artefacto. Todo es mentira. Es inevitable que en ellas, cada uno se muestre como es y como será décadas después: Circunspecto. O con cara de pocos amigos. Quizás sonriente, como si no hubiera un mañana… Que haya sido capaz de recopilar 80, tantas como años separan a la que se hizo en su día su progenitor de la que ella misma ha repetido con sus propios hijos, aduce, además de una gran falta de originalidad por parte de sus anónimos autores, el hecho que confirma que nos enfrentamos a una imagen que se repetía de saga en saga, de familia en familia. Como en un círculo sin fin.

En el fondo, imágenes como esas sólo buscan detener el tiempo. Congelar un momento, un sentimiento, una sensación. Una falsa inocencia. Y ya les digo que para mí, poco hay de inocente en un niño. Yo veo allí delincuentes y criminales en potencia. Sujetos que, con el tiempo, olvidarán el amor infantil por la cultura, por la lectura, por defender a los animalitos, y que se transformarán en nuevas fieras para el sistema. Más madera. Otro lobo para el hombre, como ya popularizara Hobbes (idea que el muy lobo se la robó a Plauto). No hace poco, otro artista, también murciano, Daniel Barceló, me solicitó que, en una frase escueta, definiera mi concepto de “énfant terrible”, para una charla que iba a impartir. A mí la cabeza se me fue de inmediato a los niños en su versión mostruito, y le contesté, del tirón, con una definición que no creo que se deje fuera nada que no les haya contado ya: “Sin duda, a mí esa imagen me sugiere el lado más oscuro de la infancia. Tendemos a sobreproteger a los menores, pero la falta de socialización a estas edades tiene también como consecuencia comportamientos irracionales y respuestas egoístas que pueden ser muy siniestras. Los niños nunca mienten, es verdad. Pero si se lo proponen, pueden llegar a ser muy inhumanos”.

No puedo quitarme de la cabeza una exposición que visité en Salamanca en 2003. Se titulaba “Niños”, y tenía como sede el DA2 (entonces, CASA), y que a su vez arrastraba el eco de otra organizada en la Fundación “la Caixa” de Barcelona y que se llamó “Retorno al País de las Maravillas”. La muestra giraba en torno a la utilización del menor como puro objeto a partir del cual los artistas construían sus mensajes. El infante, su figura como icono asentada en la memoria colectiva y llena de connotaciones sobre la que volcamos una serie de convencionalismos culturales y emocionales y sobre la que proyectamos sensaciones, sentimientos, frustraciones, miedos y ansiedades. La infancia perdía allí su inocencia de tal manera que, como rezaban sus responsables, “se venían a frustrar nuestras expectativas de reconciliación con un “mundo perfecto””. De hecho, nunca he podido olvidarme de las esculturas jibarizadas de Enrique Marty situadas en el baño del museo. Si se quería hacer uso de las instalaciones, había que pagar el peaje de hacerlo frente a las mismas. En silencio. O eso espero…

“Escalofriante la reflexión de Alberto Martín: “Cuando vemos la placidez de un niño dormido, sólo apreciamos el momento en el que este no pide nada al adulto y la proyección del adulto sobre su ternura no encuentra obstáculos. Pero el sueño del niño está poblado por fantasmas que hemos olvidado”. A la infancia ha hecho alusión mil veces la Premio Nacional Carmen Calvo. También Santiago Ydáñez en más de una ocasión ha utilizado el cabezón de algún bebé para sus retratos antiguos, antes de pasarse a los animales. La cuna “O passageiro”, de José Antonio Hernández-Díez, es en realidad una cárcel de barrotes bien definidos. Boltanski, en sus clasificaciones “entomológicas”, acerca a los menores, a mi parecer, a la condición de insectos. Los de las fotos de Loretta Lux son arrogantes y autosuficientes. Los del primer Álvaro Perdices transgreden las reglas del juego… En el fondo, yo creo que lo que me aterra de ellos es que sabemos que son en potencia lo que nosotros seremos en el futuro, ahora en una versión reducida. Pero es que van derrochando “spoilers” de sí mismos. Tienen por recorrer toda la vida que se les presenta por delante (en este sentido, la metáfora del carro de las fotos recopiladas por Martínez Barreto nos viene que ni al pelo), pero sabemos que ese camino no será fácil, y estará lleno de piedras y de palos que atascarán sus ruedas. Su bondad y candor se irá tornando, a cada “palo” (físico y metafórico), en egoísmo, avaricia y conservadurismo. Nos afanamos, de hecho, en entrenarles para ese fin. Y sus juguetes reproducen a pequeña escala los aparejos que tendrán que utilizar en el futuro, cuando se conviertan en una pieza más del engranaje capitalista: cocinitas, cochecitos, muñequitas con los que nos proponemos que ejerzan de padres sobre trozos de plástico y perpetúen los roles, carritos como las del álbum de Concha…

Ron Mueck realizó el ejercicio contrario. Metió un bebé inmenso en una de las salas del CAC. El cambio de escala, en vez de abrumar, y pese al realismo de la escultura de este artista, no provocaba miedo. Más bien todo lo contrario. Suspendía el tiempo y facilitaba cierto ensimismamiento. Ser menor en edad no implica ser menor en sueños o expectativas. Mucho se recuerda la anécdota de Paul Klee, que sorprendió en una exposición a una anciana con su nieto y que, ante determinada obra de arte contemporáneo, clamó: “¡Pero si esto lo puede hacer este niño!”. El pintor le respondió: “Lo importante, entonces, es que usted sea capaz de hacerlo como su nieto”. Como ya mencioné antes, dicen que ni los niños ni los borrachos mienten. Tampoco es verdad. Los primeros pueden llegar a ser tan embusteros como sus padres. De hecho, repiten modelos de conducta. Son como monitos de feria que ritualizan lo que ven. Otro movimiento cíclico. Como el que generan en su carro las 80 diapositivas proyectadas por Concha Martínez Barreto en “Biografía”. Como el que nace de la lectura de todos los textos de este libro, que redundan en las mismas cuestiones. Como los rasgos físicos que transmitimos de una generación a otra, acompañados de ese gesto, de ese timbre similar de voz… Eso también da miedo. Más que “todo está en los libros”, “todo está en los genes”. Quizás también la capacidad de perpetuar “ad etérnum” unos comportamientos corruptos.

No los conocemos, pero sabemos que están ahí. No conocemos a los protagonistas de las imágenes rescatadas en mercados de viejo por la artista, y a las que esta dota de una segunda oportunidad en nuestra imaginación, pero sabemos que están ahí. Quizás esos niños crecieron y ganaron el nobel. Lo más probable es que sean el vecino borracho que maltrataba a su mujer y del que te hablaba tu padre. Por eso odio a los niños. Porque yo fui uno de ellos.

 

1 “Niños”. Colectiva. CASA (DA2). Salamanca. Comisario: Javier Panera. Del 19 de junio al 14 de septiembre.
2 “A girl”. Ron Mueck. CACMálaga. Málaga. Del 30 de marzo al 17 de junio.