Yo soy el niño de la foto
Miguel Ángel Hernández


 

Yo soy el niño de la foto. Llevo un mono rojo de pana y una chaqueta verde. Tengo, imagino, unos tres o cuatro años. Estoy sentado en un pequeño carro tirado por un poni. A mi lado está el conductor, un hombre con la camisa remangada que tiene en sus manos las riendas del poni. Junto al carro, de pie, con un jersey azul y unas alpargatas de cuadros, mi padre pasa su brazo por detrás de mi espalda. El carro está detenido. Los tres posamos para el fotógrafo, seguramente mi tío Emilio, que siempre llevaba la cámara en la mano. Unos pocos metros detrás de nosotros, ligeramente desenfocados, un grupo de personas mira con atención la escena. Entre ellas reconozco a mi madre, que observa con cara de preocupación lo que está sucediendo.

Esta imagen ocupa un lugar especial en mi memoria. Recuerdo la foto –el tamaño, la textura del papel, el lugar que ocupa en el álbum de fotografías de la infancia…–, pero también recuerdo el instante en que fue tomada. Es una nebulosa, pero, si me concentro, puedo volver a experimentar el momento en que mi padre detuvo el carro del Churrispas para que yo pudiera subirme en él. Es posible que fuera un domingo por la tarde –el único día que mi padre podría estar allí–. Yo estaba obsesionado con los ponis y los carruajes y, seguramente, al ver pasar el carro mi padre decidió darme una sorpresa.

Recuerdo el momento como imagen, pero también viene a mi mente un sonido: el tintineo de los cascabeles del poni, que me hacía dejarlo todo y salir corriendo hasta la puerta cada vez que el carro pasaba por la carretera. Cuando miro la fotografía no puedo evitar escuchar ese sonido. Como tampoco puedo evitar revivir la sensación de inestabilidad y temor que tuve al subir al carro. Si cierro los ojos y evoco el momento con intensidad, puedo sentir la mano de mi padre agarrándome con fuerza mientras el mi tío inmortalizaba la escena. Recuerdo también los segundos posteriores a la fotografía. Especialmente el momento en que el carro comenzó a moverse y mi padre me soltó. Apenas nos desplazamos unos metros. El miedo se apoderó de mí, comencé a llorar y el Churrispas tuvo que frenar al poni. Aquel animal me llevaba hacia un lugar lejano. Fue un momento de vértigo. Después, mi padre me tomó en sus brazos y mi llanto cesó.

Cuando Concha Martínez Barreto me describió su proyecto de y me preguntó si tenía alguna fotografía en la que estuviese subido a un carrito, esta imagen vino inmediatamente a mi memoria. No tardé demasiado en encontrarla. Estaba en uno de los álbumes que había traído de casa de mis padres. Cuando ellos murieron, yo me quedé con las fotografías. Volver a verlas, pasar las páginas del álbum, rebuscar en los sobres y cajitas en las que están las más pequeñas, fue un ejercicio de nostalgia, no sólo por las imágenes sino también por el lugar al que ellas –como objetos materiales– remitían: el armario de la habitación de matrimonio de mis padres, el cajón de la mesita de noche de mi madre, el mueble del salón comedor… Mirar una fotografía es mirar el pasado en varios sentidos: el tiempo en que fue tomada la imagen y el tiempo de la propia foto como objeto. Esa materialidad de la imagen –perdida hoy para siempre con las imágenes digitales– fija la fotografía al tiempo y al espacio y hace que ambos se muevan con ella para siempre. La fotografía nos hace ver el pasado, pero también lo arrastra consigo. Nos hace tocarlo, sentirlo. Es siempre un objeto anacrónico.

Tras escanear la fotografía y enviársela por correo electrónico a Concha, contemplé la imagen en la pantalla del ordenador. Allí, ampliada, convertida en píxeles, alejada del soporte material que remitía al lugar que había ocupado, la imagen se convirtió en algo diferente. De algún modo, el pasado que comenzó a emerger de lo que tenía frente a mis ojos fue un pasado otro. Por un momento, el niño de la fotografía dejó de ser yo. Aquella dejó de ser mi historia. Al menos dejó de serla en el sentido en que lo había sido. En esa fotografía ya no estaba el tiempo denso de la historia. Era una representación, pero ya no una presencia. Evocaba un momento, hacía pensar en el pasado. Pero ya no era pasado en sí. Su historia –la historia de la foto como foto– se había borrado. Sólo quedaba la imagen. Era mucho, sí. Pero no todo lo que había sido.

Esta trasposición de la foto-como-objeto a la foto-como-pura-imagen me hizo pensar en las ideas de José Luis Brea acerca de las eras de la imagen. Mi fotografía se había transformado en una e-image, con un modelo de memoria diferente a las de la imagen-tiempo de la era fotográfica. Ya no un archivo material de tiempo, una historia acumulada materialmente, sino una imagen sin tiempo, sin espacio, un puro fantasma intangible, cercano a la imagen de un pensamiento, a un recuerdo puro.

La foto dejó entonces de ser sólo mi historia y comenzó a formar parte de la historia de los otros. Al salir de la materialidad del soporte, la vi como una imagen-más-allá-de-mí. Cuando, más tarde, recibí un archivo con el resto de las imágenes del proyecto de Concha y vi mi fotografía allí, al final de una historia, sentí que aquello que para mí había configurado un momento esencial de mi memoria –quizá uno de mis primeros recuerdos fuertes de la infancia– formaba parte de una serie mayor: la serie de niños en carrito. En medio del resto de los niños subidos a un carrito tirado por un caballo real o de juguete, mi historia era un fragmento que conectaba con la historia de los demás.

La historia sobre la que yo había construido un recuerdo era una historia compartida. En algún momento de su infancia todos aquellos niños habrían sentido algo parecido a lo que sentí yo: la fascinación por aquel medio de locomoción extraño, o por aquel juguete. Y también ese momento de vértigo e inseguridad. Pero sobre todo, estoy seguro, todos aquellos niños habrían sentido el reencuentro con los brazos del padre o la madre. Pensé en eso al ver las fotos. Y también pensé que todas aquellas fotos, ahora digitalizadas, habrían acompañado a esos niños a lo largo de su historia. Que originalmente remitirían también a cajones, armarios o lugares en los que habrían estado guardadas, colgadas o expuestas. Aquellas fotos alguna vez habían sido objetos. En ellas estaba la imagen que mostraban, pero también la historia que condensaban.

Situadas en este libro, las imágenes forman una historia. Esta serie comienza la foto del padre de la artista y acaba con la de sus hijos. Mostrada a través de diapositivas en un loop de diapositivas, la historia se hace circular y vuelve una y otra vez al origen. Cada diapositiva constituye el fragmento de una serie. Y entre ellas siempre hay un pequeño salto, una elipsis, un momento en el que nada sucede. Mínimo, pero presente. Un espacio vacío que nos hace conscientes de que esa serie, esa historia es una y al mismo tiempo muchas. No es un continuum sino una multiplicidad. En la historia que la artista construye, las fotos de los demás ocupan un lugar. En cierto modo, construyen los vacíos, lo que no está. Y conectan la historia personal con la historia colectiva. Porque toda historia está penetrada por aquello que la rodea. Porque nunca existe una historia sola, aislada del mundo. Porque los deseos, las poses, los gestos, los modos de sentir, amar, odiar, ver o decir son fragmentos de un contexto mayor. Nuestra historia nunca es solo nuestra. Se completa a partir de fragmentos de los demás.

Contemplar mi fotografía en medio del resto de las fotografías me hace pensar en cómo aquel momento de mi biografía en realidad conecta con una experiencia compartida. El carrito tirado por caballos es el residuo de un momento que ya no es el nuestro. Si lo pensamos bien, su propia estructura contrasta con la mecánica de la cámara fotográfica. La máquina que toma la imagen habla desde un tiempo diferente al tiempo de la escena que se representa. Son dos tiempos en colisión. La pose del niño en carrito es, en sí misma, una pose anacrónica. Es, bien vista, una imagen de duelo. El duelo por un medio de locomoción, el carro, que ha sido sustituido por el coche y ha devenido obsoleto.

A finales de los años veinte, Walter Benjamin observaba cómo este proceso de obsolescencia había transformado la experiencia de toda una generación: “Una generación que había ido a la escuela en carros tirados por caballos, yace ahora bajo el cielo desnudo del campo donde nada había permanecido inmutable excepto las nubes; y bajo éstas, en un campo de fuerza de corrientes destructivas y explosiones, se hallaba el pequeño y frágil cuerpo humano” (“El narrador. Reflexiones sobre la obra de Nikolai Leskov”, Obras completas, Libro II, vol. 2, Madrid, Abada, 2008, p. 42).

El tiempo había cambiado. El tiempo de la naturaleza había sido sustituido por el tiempo de las máquinas. Y en esa sustitución se produjo una especie de expulsión del paraíso.

Todo se volvía rápido y acelerado. Las cosas que eran fijas, seguras y estables dejaban de permanecer en el mismo lugar. Un nuevo régimen temporal había hecho su aparición. El mundo había cambiado para siempre. Quizá la escena del niño subido a un carrito contenga algo de nostalgia de aquel tiempo, el lamento por una naturaleza que ha desaparecido, el deseo de revivir una temporalidad que ya no podemos habitar.

Al pensar en este duelo por el tiempo que se fue y no puedo evitar recordar un episodio de mi infancia. Es posible que sucediera el mismo año de la fotografía. También es una nebulosa en mi cabeza. Y no sé si lo recuerdo por mí mismo o a través de las veces que los demás me lo han contado. Sucede en una Noche de Reyes. Por alguna razón, ese año no había dinero para Reyes. Pero en el último momento llegó un pequeño extra y mi padre decidió que lo iba a gastar en comprar lo que él suponía que seguía siendo mi ilusión: un carrito de juguete tirado por un poni. Lloviendo, caminó hasta el pueblo y le abrieron la juguetería en la que estaba el carro. Mientras él salía a comprar el regalo, uno de mis hermanos –que también había cobrado en el último momento– dejó en la puerta de casa su regalo: un coche teledirigido, el primero de mi infancia. Era fascinante. Todavía conservo en mi memoria el momento en el que el coche se metió debajo de la mesa del salón y chocó con los pies de mi hermano. Quedé hipnotizado. Algo más tarde, cuando ya habíamos comenzado a cenar, llegó mi padre, mojado y cansado, y dijo que los Reyes habían dejado algo para mí. Cuando abrí el regalo y vi el carrito de juguete, ni siquiera lo miré. El coche teledirigido reclamaba toda mi atención. La técnica ganó a la naturaleza; el Ferrari que se movía solo eclipsó al carrito que yo tenía que mover. Parece ser –me lo contaron mucho más adelante– que esa noche mi padre lloró. Ahora, al ver las fotografías de este proyecto y comprobar que todo forma parte de una historia que está más allá de nosotros, pienso que quizá en su llanto estaba también condensado un llanto mayor. El lamento por un paraíso que había desaparecido para siempre.