La vida alrededor
Biografía (2016, Concha Martínez Barreto)
Hilario J. Rodríguez


 

 

I had learnt to be silent
And yet to be,
'cause that's how the world speaks.

LAURA RIDING

 

¿Existe el círculo perfecto, aquél que nos encierra y dónde nosotros encerramos nuestras vidas, la real y todas las posibles?

Quien ha jugado a las canicas en la infancia, sin todavía haber leído a Platón o Nietzsche, sabe que todo jugador es en el fondo un astrólogo y el universo una serie de círculos concéntricos, en el centro la Tierra y en la periferia el Universo, y cada una de las esferas de cristal entre los dedos de tu mano un planeta orbitando. Basta con ser el primero en introducir la canica en un hoyo y estás salvado, además de ganar la del contrario. Entonces tu universo se amplía porque caer en el agujero negro desde donde se trazan todos los cálculos, velocidad + espacio = tiempo, no significa perderte en un abismo de conjeturas sino tener una nueva prueba de que en el círculo, si practicas, se puede acabar teniendo un control absoluto sobre lo que ganas y lo que pierdes, sobre lo que se va o lo que viene.

En Biografía, Concha Martínez Barreto nos coloca en un círculo. Para ella comienza con su padre y acaba con sus hijos, subidos a carros. Para el espectador, sin embargo, no hay ni un principio ni un final claros; puede empezar en cualquier punto y esperar a que las 80 imágenes en loop hayan sido proyectadas, en un carrusel de formas y tiempos, hasta ser atrapado por su carácter hipnótico. Los límites cronológicos de la artista son la historia de la eternidad para el espectador. Se suceden los carros, quienes van montados en ellos, lugares distantes entre sí, las estaciones, la luz varía, del blanco y negro se pasa al color... Y avanzan las diapositivas colocadas sobre el carrusel del proyector.

Hay imágenes de paso, documentales; también hay trucos de magia, artificios. Cuando uno comienza a darse cuenta de todo esto, ya es tarde, la piedra ha caído en el charco de la memoria y el círculo produce ondas expansivas, nuevos círculos, como en aquellas teorías de Alfred Lothar Wegener y Otto Hilgenberg según las cuales el núcleo de la Tierra se expande y eso es lo que ha ido dando forma a los océanos y los continentes, a nuestro planeta tal como lo conocemos.

Ya estamos en el círculo. Pero ¿qué significa?

El loop art (arte circular, arte en círculos) nos lo explica muy bien Ben Lerner en su novela 10:04, cuando su narrador (a quien no se debería confundir con el autor aunque ambos sean posiblemente la misma persona) va con un amigo a una proyección de The Clock, de Christian Marclay. Lerner podría haber ayudado a su doppelgänger para que -como era su deseo- llegara a la sala a las 10:04 pm, a tiempo para ver a Marty McFly en Regreso al futuro (Back to the Future, 1985, Robert Zemeckis), poco antes de que un rayo caiga sobre el juzgado de una pequeña localidad de California y así él pueda regresar a 1985 desde 1955, después de haber viajado en el tiempo porque quería hacer que sus padres se conocieran y su hijo -Marty- pudiera nacer. Pero el amigo del narrador -en las perversas manos de Ben Lerner- llega tarde y ambos comienzan a ver The Clock a las 11:37 pm. Faltan 23 minutos para medianoche y los dos espectadores de la novela están a punto de llegar a un clímax sin haberse preparado lo suficiente, aun así en apenas unos minutos las imágenes inconexas, a las que sólo el tiempo fílmico y la labor de montaje hilvanan, producen una especie de coherencia, su propia lógica. Varios hombres al teléfono suplican que se suspenda una ejecución, las manecillas de varios relojes avanzan, las voces se apresuran, los planos/contraplanos son frenéticos, y al llegar a las 12:00 am Orson Welles se precipita desde lo alto de una torre mientras desde su interior suenan las doce campanadas, que marcan la medianoche en El extraño (The Stranger, 1946, Orson Welles).

Pongámonos ahora en la piel de un hermenéuta para entender de qué nos habla Ben Lerner en ese punto exacto de su novela, concluyendo que posiblemente para él en The Clock, poco antes de medianoche, no se pide que se suspenda la ejecución de una sentencia sino más bien la suspensión del tiempo para que no siga avanzando. Y pongamos asimismo que quien se precipita desde lo alto de la torre al dar las 12:00 am no es Orson Welles sino el espectador (y por extensión el lector), cuyo tiempo ha dejado de medirse en términos eucledianos, como si fuera una recta y lo convirtiésemos en la distancia más corta entre dos puntos. Ahora el tiempo, por obra de la ficción, se ha convertido en algo muy parecido a una sucesión de puntos -uno, otro y muchos más- donde lo lineal no existe y donde cada cual es libre de fabricar un argumento en caso de necesitarlo.

Concha Martínez Barreto juega en unos términos muy parecidos: no nos cuenta su historia, ni siquiera nos cuenta una historia, conforme con acercar imágenes y dejar que se toquen, ensayando círculos -como diría Joan Margarit- en busca de uno que, sin ser perfecto, al menos resulte convincente. Su idea parte de la circularidad del tiempo, de un abuelo, sus nietos y en medio de ellos una sucesión de amigos y desconocidos que dan forma a una familia, el lugar adonde se supone que siempre deberíamos regresar, como si viviésemos en un carrusel y nuestro destino fuese volver al punto de partida una y otra vez, eternamente. Y ya que regresamos, hagámoslo convertidos en los niños de las fotografías, porque para ellos la muerte no existe y porque su tiempo parece infinito, como el de la ficción.

Biografía se convierte de esa manera en una elegía al tiempo, al nacimiento y la muerte, a una especie de transformación de la madera en carbón y del carbón en calor hogareño. Aunque es una obra circular, en su interior suceden cosas. Ben Lerner lo explicaba muy bien en 10:04 cuando permitía que su narrador regresase en varias ocasiones a la proyección de The Clock, a diferentes horas, para comprobar en su sistema de repetición los ritos que organizan nuestras vidas, desde el momento en que todos vamos a trabajar, comemos, reímos con los amigos mientras contamos los pormenores del día, nos seducimos, nos besamos y finalmente comprobamos en nuestros relojes si ya podemos regresar a casa. Esos ritos en Biografía son transformaciones dolorosas pero necesarias: el carro que habla del trabajo o de la relación del hombre con los animales, se convierte en un juguete de plástico, metal y madera; y los pueblos se convierten en ciudades. Mientras tanto ciertas cosas se quedan atrás, en el camino, en el trazado del círculo donde está contenida una vida, todas, y antes de su desaparición absoluta dependen de la memoria, para que las arrastre con el motor que en Biografía impulsa al carrusel sobre el proyector de diapositivas.

Hace años viví en Londres. Allí durante un tiempo trabajé en un Pizzaland de Baker Street, la misma calle donde nació Sherlock Holmes y por donde pasaba un autobús -el N205- que todas las noches, al quitarme el uniforme de camarero, me llevaba a mi casa, en el 34 de Lausanne Road. El trayecto duraba algo más de una hora porque en lugar de ir en línea recta, el autobús seguía un trazado circular que encerraba el centro de la ciudad en dos horas y media, como pude comprobar en uno de mis días libres, al montarme en la estación de Turnpike Lane y no bajarme hasta haber regresado a ella. Recuerdo que aquel día pasamos cerca del Electric Cinema, adonde yo solía ir a ver películas de arte y ensayo siguiendo otro trayecto mucho más aparatoso entre mi casa y Portobello Road, y The Warburg Institute, adonde iba a pie para leer a veces alguno de los extraños y esquivos volúmenes de sus estanterías porque nunca antes me había planteado ir allí en autobús.

No hace mucho volví a Londres, esta vez de vacaciones aunque dispuesto a seguir algunas de mis antiguas rutinas mientras había vivido allí, sólo por comprobar los cambios y de ese modo ser consciente de todo lo que en aquel lugar del mundo había dejado de ser desde que yo me había ido. Por supuesto, hice el trayecto completo del N205, pero no comenzándolo en Turnpike Lane sino en Baker Street, a la misma hora en que salía de trabajar, bien entrada la noche, porque mientras esperaba la llegada del autobús solía sacar de mi mochila el libro que entonces estuviese leyendo, sin ser capaz de continuar mi lectura porque durante los casi tres años que trabajé en el Pizzland la bombilla de la farola que iluminaba la marquesina donde me sentaba, a resguardo del viento y la lluvia, no dejó de parpadear, como si anunciase que muy pronto se fundiría y alguien tendría que cambiarla, y cuya luz intermitente yo solía observar con enojo por no dejarme concentrar en mi novela de Henry James o Joseph Conrad, en mi poemario de W. H. Auden o Philip Larkin, o en algún ensayo de cuyo autor ahora ya no me acuerdo, sin darme cuenta de que aquellos fogonazos sólo querían iluminar la tenue aparición de las cosas y advertirme sobre la radical oscuridad que siempre amenaza con cernirse sobre ellas si no abrimos bien los ojos cada vez que somos capaces de ver algo, en ese círculo en el que todo parece repetirse, igual y ligeramente distinto, hasta que nosotros mismos nos desvanecemos.

Y el círculo se cierra.