Óscar Alonso Molina
El ánima histórica del dibujo inanimado
En pensar antiguas fotografías familiares se concentra el núcleo de la actividad de Concha Martínez Barreto: sopesa su herencia y su historia, transitando lo público y lo privado, pero también indaga el alcance de su valor monumental, de cuanto significativo y ejemplar ofrecen a ese tiempo abierto tras su aparición en el mundo. Lo que queda ligado a estos documentos -o fijados en ellos- de carácter personal se revisa, tergiversa y desvía en su quehacer hacia otros espacios de vacilación, proponiéndonos la artista nuevos lugares desde donde construir una reflexión sobre la memoria y sus engaños, más que la actualización de aquello que creeríamos haber vivido.
No presupone un original, y su mímesis es perversa (pues algo oculta) antes que tautológica, lo mismo que el valor referencial de sus imágenes no se liga al plano físico del documento, sino a la voz de la autoridad que hace plausibles, creíbles, biográficas esas escenas de muertos: “única voz, la de mi padre, hace de puente entre generaciones que fueron y las que son. Pero esa voz está llena de lagunas e incertidumbres. La pérdida de los testimonios me hace tomar consciencia de que pronto empieza a ser tarde para recomponer el pasado.”
Las pequeñas fotografías familiares en blanco y negro con que trabaja son una selección de intrahistorias, ramplones acontecimientos domésticos, celebraciones, reuniones de amigos y familia, quienes por un instante interrumpen sus risas y conversaciones, su trabajo, su brindis, posando para el objetivo que los devora. Todo tan vulgar y ordinario como nodal, extraordinario, único en la vida propia. Tipos y arquetipos se mezclan al fin en esta disolución de lo vivido por uno, por todos (“todas las familias parecen haber posado igual, reído y compartido igual”, reconoce la artista). La muerte se asoma a sus ojos mientras las sonrisas nos recuerdan ya que tras cada rostro permanece enterrada una calavera… “Polvo, ceniza, nada”, dirá el epitafio barroco sobre la existencia que se entreabre en un compás de espera. Polvo eres, como en tu retrato a base de grises y destellos de mínimas partículas de plata oxidada; laminar; visible pero intangible, fantasmagórico… Y en polvo de carbón, grafito, pastel te convertirás, dice el dibujo…
Por un lado, pues, y como punto de partida, la fotografía, esa Anunciación que cada vez corta el plano del infinito para convertirlo en texto; una estructura organizada en forma, lenguaje visual articulado y dispuesto para el intercambio entre sus hablantes -quienes lo “leen”-. Por otro, el devenir dibujo: esa estrategia textual encargada de imponer el pensamiento; la manera de ver esa misma forma imprimiendo carácter conceptual a todo cuanto afecta en su despliegue.
Son sólo unos cuantos dibujos. Igual que sólo son un puñado de viejas fotos lo que ha sobrevivido de la existencia visual de aquellos personajes en vida ligados a un padre y una madre, un nombre, un relato pormenorizado de alegrías y sufrimientos: pasiegos, jornaleros, trabajadores, gente de vida discreta que suponemos no ha cambiado la historia; anónimos que cumplen a rajatabla aquella sentencia de Marco Aurelio: quien nos sobrevive, en caso improbable de alcanzar a recordarnos, será reemplazado rápidamente por alguien que olvidará su nombre y el nuestro.
Retratados en el momento en que se reconocen a ellos mismos como grupo, comunidad o clase, se muestran en las imágenes alegres y quizá optimistas, mas nunca eufóricos (la imagen revolucionaria no participa del álbum familiar). El tono estereotipado del gesto y la pose, la convención del vestir, la compostura de ellas y la gallardía de ellos, todo nos habla de que para su auténtica redención la fotografía resulta insuficiente… La propia teleología de su técnica los condena a la indiferencia, la intercambiabilidad, el desprecio final del sujeto en medio de su identificación concreta, su normativización, su regulación, su captura y numeración. Su definitivo detenimiento.
Concha ha sospechado que el dibujo pone de nuevo en movimiento a estas poses, en juego de nuevo para la historia viva de quien los recuerdan auténticamente, más allá de su clasificación, despegándolos de la cosificación y la cifra, del dato histórico que habla del proletariado o la población campesina en la España de los años cuarenta, por ejemplo. Su mundo ya no es el rural, o el fabril, no está disuelto en la estadística, ligado al número de los similares, a la norma de la ideología, porque su mundo es ahora el de una recreación tan respetuosa como fantasiosa, tan subjetiva como fácil de ser reconocida por muchos, que va a permitir que los ya ido, esos que han dejado su voz –insignificante, sí, pero no por ello menos particular y llena de matices personales- puedan recrearla a través de unas imágenes evanescentes, donde la artista enfatiza lo difícil de recordar sus nombres, los rasgos concretos de la cara, el orden y la complejidad de su genealogía o los lugares por donde trascurrió su existencia. Amén.