El recuerdo, el átomo y el pasamanos de madera
Ana Carrasco Conde


 

 

No hay nada más frágil que la memoria, pero no porque ésta tenga como infalible enemigo al olvido, sino porque ella misma está inoculada de burbujas de aire, de saltos, de vacíos en los que, sin embargo, creemos percibir la continuidad de una historia, como si ésta se asemejara a un suave y compacto pasamanos sobre el que pudiéramos retroceder gracias al recuerdo, rozando con nuestros dedos su superficie, para volver allí donde una vez estuvimos. Sin embargo, nuestra vida no es un bloque libre de discontinuidades y si a veces creemos poder retroceder e incluso nos herimos con alguna astilla del pasado, lo hacemos como el niño que, a horcajadas sobre la barandilla, se desliza sin percibir que a veces salta sobre el vacío. Para él todo es continuo, frenético, e incluso doloroso, pero a veces –sólo a veces- siente el borde de los barandales sobre sus nalgas, el ensamblaje de las piezas. La memoria está construida asimismo con olvidos, como espacios vacíos que conectan los puntos de lo sido. Cuando Simplicio en Acerca del cielo recupera el pensamiento de Leucipo y Demócrito sostiene que es el vacío lo que les permite explicar la diversidad de las formas de las cosas, sus disposiciones, sus diferencias: “Estos átomos, separados unos de otros en el vacío infinito y diferentes por sus figuras y tamaños, así como por su posición y disposición, se desplazan en el vacío, y cuando coinciden unos con otros chocan y unos salen rebotados en cualquier dirección, mientras que otros se entrelazan entre sí, de acuerdo con la congruencia de sus figuras, tamaños, posiciones y disposiciones, y permanecen juntos. De este modo dan lugar al nacimiento de los cuerpos compuestos”[1]. La memoria es el cuerpo compuesto en el que juegan y se entrelazan recuerdos (átomos) y olvidos (el vacío), de cuyos choques y encuentros nacen nuevos recuerdos y surgen las diferencias que distancian las mismas vivencias en el tiempo: lo recordado por Concha y lo recordado por su padre, lo recordado por Concha hoy y lo que recordará mañana, lo recordado y lo olvidado por su padre, lo que no recuerda ni uno ni otro, lo que nunca recordarán ambos.

Pero si esto es así, entonces el recuerdo, como su análogo átomo, sería el punto compacto cargado de entidad y realidad, libre de vacío, la unidad indivisible e inalterable de un pasado perfectamente petrificado. El recuerdo mismo está horadado y se asemeja más a una piedra caliza y porosa, que a un cristal de ámbar que aprese en su interior el pasado. Él es la referencia que nos permite anclarnos a un momento de lo sido[2] pero nunca será lo mismo que ese referente ausente. Una memoria, pues, “llena de lagunas e incertidumbres” por decirlo con Concha, de vacíos que o bien son formas del olvido o bien manifestaciones negativas de una información que jamás se tuvo. Lo que tenemos, más como consuelo que como real pecio del pasado, es material de archivo, documentos y fotografías. Tenemos el álbum familiar y tenemos las historias que nos cuentan de otros tiempos[3]. A las fotografías nos agarramos como si con ellas pudiéramos evocar lo que una vez sentimos o percibir en los rasgos de los otros que no conocimos -pero que sabemos parte de nuestra historia-, nuestros propios gestos. En el primer caso las imágenes pueden emocionarnos pero lo que desencadenan tiene algo más que antes no había: reflejos de nuestra propia identidad actual, que también se manifiesta al buscar aquellos gestos conocidos en rostros desconocidos.

Decía Barthes que la fotografía alcanza su cénit cuando la muerte ha hecho de la imagen el testimonio único de la existencia del ausente, de que algo ha sido[4], pero de lo que se trata no es tanto de contemplar “lo sido” en un tiempo que no es el suyo, como de darse cuenta de lo añadido, de lo “presente” en la imagen y en nosotros mismos. La memoria, aunque se refiere al pasado, es cosa del presente. O, dicho de otro modo, si el pasado existe, existe como presente, articulado en torno a una referencia de sí mismo en el tejido de lo que es efectivo, actual[5]. El trabajo de Concha Martínez Barreto explicita esta relación entre memoria y presente porque siempre es demasiado tarde y lo que queda, lo único que queda realmente está en nosotros -“Que estamos llenos de trozos de vida de los que nos precedieron, aunque no tengan nombre”-, pero este estar es mediado y reconstructivo: sus dibujos reconstruyen con un minucioso trazo los contornos de la imagen de quienes nos precedieron para dar cuenta de algo que ya está contenido en la propia fotografía, a saber: que ésta no facilita nunca un acceso “inmediato” al pasado, como sostiene Barthes[6], sino siempre mediado por nuestra forma de ensamblar los recuerdos porosos y calizos: “Con el acto de dibujar estas imágenes, en un dibujo lento y minucioso, trato de recomponer esas vidas, de reconstruirlas a partir de casi nada”. Y aunque la posición de Concha en la perspectiva de sus dibujos parece ser la que antaño ocupara el fotógrafo, honestamente aflora el interrogante por el sentido que a ella se le hurta, como se le hurta en realidad a quién contempla aquellas imágenes, las suyas o las nuestras, cuando sacamos, como de una cápsula del tiempo, las fotografías familiares de álbumes o de cajas de galletas. Quiénes son ellos, qué vivieron, qué sintieron. Dibujarlos despacio, pensar en ellos al tiempo en el que el lápiz reconstruye sus caras y gestos, aunque esas fotografías inicialmente carezcan de un sentido inteligible para quien las contempla, implica que pasen poco a poco a formar parte de ella misma, de su identidad. Ni los muertos ni su memoria se transmiten, pero sí puede ser transmitida su vida. La capacidad de las imágenes para retener la memoria (familiar) no es la de la captación en sí misma de lo sido, sino el ejercicio activo del hacerse cargo. La obra de Concha es, en este sentido, un hacerse cargo de los otros en sí misma y darles otra vida lejos de la muerte que su petrificación en la fotografía indica, y con ello conformar, “forjar”, ella también, su propia identidad. Dibujar es marcar contornos, repasar las líneas del recuerdo, pero también dejar constancia del espacio en blanco del olvido. El dibujo, con su grosor, hace notar la marca de los barandales. Desde el presente, las huellas de las fotografías de familia permiten unir los puntos que reconstruyen las vivencias que nos conforman y que nos transmiten una experiencia. En este sentido, el trabajo de Concha está compuesto por dibujos realizados a partir de fotografías familiares que no han despertado recuerdo alguno y cuyos rostros, en la mayoría de los casos, no se reconocen. Y, sin embargo, nos constituyen. Dibujar sus caras, detenerse en el detalle es una forma de manifestar la realidad íntima de la propia identidad, que no es nada dado, sino construido y reconstruido, dando cuenta de lo que debemos a quienes nos precedieron.

De recuerdo y de olvido parecería por lo dicho fabricarse la memoria, que late en el corazón de la representación del pasado. La historia es un tejido reconstruido con hilos de nada en el que el recuerdo va conformando su discurso con el material con el que se moldean por igual lo que aparece (phainesthai) y lo que (me) aparece (phantasia), apariciones en ambos casos que se concretan en la imagen. Allí donde nos falta urdimbre se hilvana un recuerdo que enlaza momentos en realidad inconexos, como se unen con el trazo del lapicero los puntos en aquellos viejos pasatiempos de infancia siguiendo una numerada serie. Sin embargo el punto es, pese a todo, también constructo (recordemos: no hay una unidad indivisible e inalterable del recuerdo), como lo es el orden mismo que seguimos en la unión. Tras el uno va el dos, y tras los cinco años, los diecisiete. Ensamblajes de un pasamanos. Recuerdos horadados que ordenamos cronológicamente en el tiempo. Pero si es cierto que no existen, como decía Blumenberg, “hechos puros del recuerdo” porque nuestra realidad es la de la mediación y la metáfora[7], entonces ni hay “imágenes” puras, inmediatas, ni hay “puntos” cristalizados del pasado con los que recomponer la escena. Sólo hay mediación, reconstrucción, representación, imágenes entretejidas por lo que aparece exteriormente (phainestai) y lo que reconstruye interiormente (phantasia). Los rostros de los familiares tienen siempre, aún estando entre nosotros, algo de lo que aparece y lo que (se nos) aparece en ellos, algo de lo que es y de lo que les asignamos: “las cosas de la memoria –ya lo dijo Aristóteles- son todas las que tienen que ver con la imaginación”[8], es decir que lo recordable está asociado a un proceso creativo donde a partir de una “huella” algo se reconstruye desde el presente asociando imágenes. Por tanto, si hay reconstrucción ya en el hecho mismo del recuerdo con un uso creativo de la imaginación, es decir, recomposición de fragmentos rotos, el olvido es una de las condiciones de la memoria y no su enemigo, al igual que el vacío es condición de los cuerpos compuestos.

Para Aristóteles la memoria es una afección (pathos) que se produce en el presente ante algo ausente. Curiosamente si nos perturba y afecta es porque funciona “como una especie de pintura”[9], como una “recreación” que implica una alteridad entre lo sido y lo recordado como sido, que es designado como phantasmata (imagen), esto es, como la presencia de lo ausente. Tal es la relación entre la memoria y lo visual en torno al papel de la imaginación y a la perduración de la imagen[10]. Este phantasmata es radicalmente otro del referente que le brinda su imagen y, sin embargo, son estos puntos espectrales los que nos permiten hilvanar la memoria. Concha vuelve a las fotos, pero su ejercicio es un ejercicio de vida, aunque toda vida implique asumir la muerte. Si en la fotografía se aparece el espectro de lo sido de seguir a Barthes, algo así como la “realidad” adherida a la fotografía[11], en el trabajo de Concha aparece la reconstrucción adherida a toda realidad y, de un modo más específico, a toda memoria que quiera instituirse tal. La fotografía no refleja sin embargo como tal lo sido, sino su huella[12] y es ésta la que ha de recuperar y rastrear el discurso que hace memoria. Y las huellas, como bien se sabe, están en el presente: son positividad y presencia[13]. No hay más anterioridad que la que ofrezca la imaginaria continuidad cronológica. De los familiares de la obra de Concha quedan pocas huellas, casi ninguna y es a partir de lo que de ellas captamos en el presente con lo que Concha une puntos, busca el trazado y los actualiza. Reconstruye las imágenes para recrear una memoria, trata de llenar las discontinuidades pero señalando recuerdos y olvidos, uniendo con el trazo del lápiz esas vidas con la suya, cuyos rostros ya conoce y reconoce. Intuye que su pasamanos la vincula de alguna forma con los rostros de las fotografías –“Puede que en ellas no haya nombres ni historia: tan sólo hombres, mujeres, niños, pero a los que me sé unida por un vínculo”-, pero sabe que ni puede retroceder en el tiempo para responder a los interrogantes contenidos en las imágenes, ni se genera este vínculo de forma automática: la memoria es un hacer, que requiere meditación y tiempo. “Dibujar estas fotografías es precisamente pensar en los retratados […] implica pensar minuciosamente cada rostro […] identificar las caras –aun sin nombres- en otras fotografías”. Se vincula así a un pasado (familiar) irrecuperable, constitutivo de una memoria que es la suya y la de los suyos y, como tal, parte de quien se es. Une puntos de recuerdos porosos y de olvido. La identidad se conforma así componiéndose al recomponer lo otro, permitiéndole salvar las irrupciones de discontinuidad frente a la pérdida y el olvido.

La percepción de adulto nos hace ver habitaciones más pequeñas de lo que recordábamos, como si estuviéramos viendo la misma estancia, sólo que ni nosotros ni la estancia son ya los mismos. La historia siempre juega con la ilusión de la continuidad, pero si ésta existe no se debe a la mera aplicación del principio de identidad según el cual, en función de la fórmula A=A, esa habitación es la misma que la habitación de nuestra niñez, sino porque –y aquí está la diferencia contenida en la formulación- hay ya otras variables que hacen que la habitación sea y no sea la misma. ¿Qué hay entre aquel aquel y este ahora? ¿mero tiempo? Lo que hay somos nosotros. Pero nosotros no somos tiempo o, al menos, no sólo. La diferencia no radica en la distancia temporal, aunque ésta esté necesariamente presente[14], sino en la distancia identitaria con nosotros mismos: somos y no somos los mismos; otros recuerdos y otros vacíos han conformado nuestra mirada sobre el mundo: como sucedía con los átomos de Demócrito, los desplazamientos, aglomeraciones, choches, entrelazamientos de recuerdos y olvidos han constituido nuevas formas que nos permiten reconstruir el mundo y su sentido. Esa estancia de niñez era tan grande en aquel momento como creíamos, del mismo modo que ahora es tan pequeña como percibimos. Concha rasga con su trabajo el signo de igual de la fórmula: en primer lugar hace ver que los ausentes no se agotan en su “copia” fotográfica; y en segundo lugar que tampoco quien contempla la fotografía coincide consigo misma en los diferentes momentos de su vida: hacerse cargo implica cambiar uno mismo. Contemplar la imagen en un momento u otro altera la percepción que se tenga de ella: es otro el trazo, la mirada, la forma de abordar la reconstrucción. El hecho de reconstruirlos o recomponerlos en una imagen, aunque ésta no los agote ni pueda agotarlos, es la estrategia del pasamanos: la que nos permite deslizarnos sobre los vacíos y conseguir una continuidad artificial y mediada que no dice lo que fue, sino lo que es en el presente de aquel pasado. Algo parecido afirmó Halbwachs sobre el pasado: “es una construcción social cuya estructura deriva de las necesidades de sentido y de los marcos de referencia de los correspondientes pasados […] no es algo natural, sino una creación cultural”[15].

Lo que buscamos en las imágenes familiares no es, por lo dicho, la mayor parte de las veces el recuerdo de algo que sucedió (muchas veces incluso no hemos nacido en el momento de ser tomada la fotografía y, por tanto, no hay nada que rememorar), sino el reconocimiento de alguien a quien conocimos. Así lo hace Roland Barthes quien, tras fallecer su madre, la busca entre cientos de fotografías: “No era ella, y sin embargo tampoco era otra persona”[16]. La descubre en una instantánea que le permite reencontrarse y reconocerla en una niña de cinco años. Allí, dice Barthes, concuerdan “a la vez […] la esencia de mi madre y […] la tristeza que su muerte produce en mí”[17]. La imagen pues implica en el caso de Barthes un acto de reconocimiento de la imagen que él tiene de su madre, pero que lleva inoculado su dolor presente. Esta es una imagen como otra cualquiera: una vieja fotografía tomada en un invernadero en el que una niña, posa junto a su hermano, mientras apoya su espalda en una balaustrada. También son fotos como otras cualquiera las recopiladas con Concha: escenas de comidas, festejos, diversiones, paseos por la ciudad, de lo vivido por los otros, de sus risas y alegrías, de sus preocupaciones (que no se aprecian), escenas cotidianas de familiares sin nombre que parecen no haber construido grandes Historias, pero que sin embargo, constituyen nuestra historia. Dibujar, hacerse cargo, esto es, afirmar cuánto hay de nosotros en ellos. No conocemos sus nombres ni tenemos sus recuerdos, pero reconocemos su impronta y que forman parte de nuestra memoria. “Estas imágenes, antes emotivas y cargadas de significado, quedan ahora, sin el relato de sus protagonistas, desprovistas de argumento”. Pero acaso, al hacerse cargo, ¿no advienen como parte de nuestro argumento y de nuestro relato?

 

[1] Fragmentos presocráticos. De Tales a Demócrito, Alianza, Madrid, 2008, p. 318.

[2] “[…] el pasado existe porque existe una referencia al mismo”. En Assmann, J.: Historia y mito en el mundo antiguo. Los orígenes de la cultura en Egipto, Israel y Grecia, Gredos, Madrid, 2011, p. 33.

[3]Cfr. Vicente, P. (ed.): Álbum de familia, [re]presentación, [re]creación e [in]materialidad de las fotografías familiares, La Oficina de Arte y Ediciones, Madrid, 2013.

[4 Barthes, R.: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona, 2015, p. 98.

[5] Sobre la relación entre presente y efectividad (o realidad efectiva) me permito remitir a mi “Estratos del tiempo. O sobre la efectividad del pasado“. En Carrasco-Conde, A.-Gómez Ramos, A.(Eds.): El fondo de la historia. Estudios sobre Idealismo y Romanticismo, Madrid, Dykinson, 2013, pp. 61-73.

[6] “Más que todo otro arte, la Fotografía establece una presencia inmediata en el mundo –una copresencia-”. En Barthes, R.: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, op. cit., p. 98.

[7] Cfr. Blumenberg, H.: Salidas de Caverna, Antonio Machado, Madrid, 2004.

[8] Aristóteles: “De la memoria y la reminiscencia”, 450a. En Parva Naturalia, Alianza, Madrid, 1993, p. 69.

[9] Aristóteles: “De la memoria y la reminiscencia”, 451a. En Parva Naturalia, op. cit., p. 72.

[10] Aristóteles: Acerca del alma, 429a.

[11] Barthes, R.: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, op. cit., p. 27.

[12] Dubois, P.: El acto fotográfico, Paidós, Barcelona, 1996, p. 42.

[13] Ricoeur, P.: La memoria, la historia, el olvido, Trotta, Madrid, 2010, p. 554.

[14]& Aristóteles: “De la memoria y la reminiscencia”, 449b. En Parva Naturalia, op. cit. p. 67.

[15] Citado por Jan Assmann en Historia y mito en el mundo antiguo. Los orígenes de la cultura en Egipto, Israel y Grecia, op. cit., p. 47.

[16] Barthes, R.: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, op. cit., p. 81.

[17] Barthes, R.: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, op. cit., p. 85.