Concha Martínez Barreto… Doblándole las esquinas al mapa de la memoria
(Notas bordadas al margen)

Omar Pascual Castillo


 

 

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En el acto de dibujar hay casi siempre un gesto de militancia, una especie de inmolación artesanal, manufacturada que indica evidentemente un compromiso directo con el ejercicio del arte, el cual trasciende las modas actuales de la precariedad y el grafismo, como recurso que evita el vulgar uso de lo fotográfico, como estado de excepción y de espejismo nuestra existencia.

 

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Vivimos tan rodeados de imágenes que hasta decirlo resulta una redundancia a día de hoy. Ya se nos han tornado demasiado cotidianas. Es extrañísimo lograr escaparse de ellas, a no ser que nos vayamos lejos de las ciudad y de las poblaciones rurales, nos internemos “monte adentro” -como dicen en mi isla nata-, y nos refugiemos en una especie de aislamiento visual totalitario, es casi imposible evitar la inundación de imaginarios que nos están circulando diariamente.

 

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En cambio, en los artistas que escogen el dibujo como su lenguaje natural, como el sistema desde el cual mejor expresan sus inquietudes, necesidades discursivas o preocupaciones ideo-estéticas, hay una especie de militancia, un acicate de adicción reordenadora-escritural con sus realidades psicológicas y/o emocionales que conviven, concibiendo su vinculación psicomotriz con el lenguaje gráfico del dibujo, como un signo instintivo, por germinal, natural y naturalizado por frontal, por inmediato.

 

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Por ello es que evitan el facilismo del decir-crítico que especula argumentando que lo hacen porque quieren “hacer fotos”. Primero porque el tratamiento que tiene el dibujante del lenguaje del dibujo es tan lejano del que tiene el fotógrafo que nunca podría comparase y, en segundo, lugar porque dicho distanciamiento no implica o significa cosa alguna para que no “usen las imágenes fotográficas como documento”, desde el que crear una nueva narrativa, para violentarlas, vulnerarlas o adorarlas. De hecho pienso en un grupo de jóvenes creadores que actualmente se han acercado al dibujo como su sistema por excelencia, y así sin esforzarme mucho recuerdo a Ernesto Caivano, Juan Francisco Casas, Paco Guillén, Jesús Zurita, Santiago Morrilas, Marina Vargas, Davinia Jiménez, Juan Zamora, Juan López, Avelino Salas, Laura González, Raúl Artiles, Karina Beltrá. Algunos de ellos no se consideran exclusivamente dibujantes pero sí el dibujo toma un rol determinante en sus producciones. Ah!... y sólo hemos enumerado/recordado españoles.

 

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Concha Martínez Barreto trabaja el dibujo como si le doblase las esquinas a las viejas fotografías de archivos familiares, históricos, privados o públicos para corregirlos como una colección de recuerdos, que esta vez frente a nosotros se exhiben tocados por la mano de quien los arregla, los remienda, los borda, los edulcora, y los hace más bellamente atractivos para que no nos despierte una fugaz nostalgia, sino lo contrario, nos adentren en una ralentizada reflexión acerca del paso del tiempo, del uso de la imagen como dictadura de nuestra construcción como post-modernos sujetos visuales y el fragmentario sentido de la existencia.

 

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Dicho así, suena grandilocuente pero no es así. Sería un error especular de manera desproporcionada si pensáramos que el simple hecho de pararnos a reflexionar sobre nuestra existencia, ya nos hace tremendistas o grandilocuentes.

Dudar e indagar sobre los derroteros de esa estancia espacio/temporal que habitualmente denominamos nuestra vida, nuestra presencia es uno de los motores-catalizadores que más nos ha ayudado a superar las incapacidades del humano, abriendo nuevos horizontes del conocimiento.

 

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Algo que el arte hace también de manera natural, se instaura como estado-espacio-temporal de conocimiento, como un saber hecho historia, como dato o efeméride que registra un latido.

 

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En el caso de Concha, quizás sea el latido de un tiempo cambiante ante el cual mejor valerse de autoanalizar nuestros orígenes históricos, aquellos en los que la fotografía todavía era una ingenua herramienta narrativa de nuestra memoria, y estaba plagada del propositivo sonambulismo narcisista. Si no era además el interacto paralítico de un tiempo para recordar, para desde ahí -desde ese instante- intentar comprender su futuro posible, o no.

Simplemente es el latido desobediente para no caer en la grandilocuencia efectista y seductora del tecnicismo fotográfico, ahora arruinado por el rasgante trazo del grafito, la oscura tinta negruzca que solemniza, el más sensual y táctil decollage que da un “sentido atemporal” a toda imagen, que replica, duplica, o desbobla sus reveses y sanea, para que luego nosotros lleguemos a ella como quien viene a observar las postales de un tiempo mejor, que, tal vez, sea lo último que veamos dotado de esta fina y delicada belleza, donde la mano de una mujer (real) se ha posado… acariciándola.

Y nos pongamos envidiosos, celosísimos, añorando ese roce minúsculo.

Minúsculo y frágil como frágiles son las imágenes, como frágil es la memoria misma.

Como el olvido y el deseo de no olvidar.

Así… en una voz minúscula, desdibujada.