El don (amoroso) de la memoria (demorada)
[Consideraciones sobre la punctualización dibujística de Concha Martínez]
Fernando Castro Flórez


 

“Se pueden concebir mitos muy antiguos, pero
no hay mitos eternos. Puesto que la historia
humana es la que hace pasar lo real al estado
del habla, sólo ella regula la vida y la muerte
del lenguaje mítico”[1].

 

Algunos creadores son capaces de mantenerse en el peligroso filo que separa (y pone en contacto) lo maravilloso y lo banal. Es precisamente ahí y no en un trascendentalismo huero donde debe surgir lo singular, entrando a fondo en una realidad, etimológicamente, idiota para conseguir otras intensidades, obras que me atrevo a llamar magnificentes, en las que el fulgor del placer y la vibración del concepto no tienen que ser antagónicos. Cuando la estrategia fosilizadora ha impuesto lo que Baudrillard denomina transestética de la banalidad y las obras son, literalmente, objetos supersticiosos[2] y los procesos creativos semejantes a la elección vertiginosa del souvenir, conviene revisar el sentido del arte, como un viaje al encuentro de sí mismo, algo que finalmente viene a ser una línea de resistencia contra la estetización difusa de la espectacularización hegemónica. El arte está guiado por emociones ilegibles que hacen transparente la fragilidad del mundo, su sombra. Tal vez con una práctica tan frágil como la del dibujo se pueda resistir a la avalancha de “iluminaciones obscenas” o, por lo menos, recordemos que es posible cercar al hombre, trazar sus deseos y convocar su retorno sin recurrir a lo completamente obvio.

Escribía María Zambrano que el dibujo pertenece a la especie más rara de las cosas: “a aquella que apenas si tiene presencia: que si, son sonido, lindan con el silencio; si son palabras, con el mutismo; presencia que de tan pura, linda con la ausencia; género de ser al borde del no-ser”[3]. El artista tiene algo de criptóforo, ha incorporado la más sombría tristeza y el lujo o los destellos de alegría, aquella memoria de un tesoro oculto, ese enclave que desborda la erosión del nihilismo[4]. Ciertamente Concha Martínez no está atravesada por el tono de la decepción, al contrario, dejan que se desborde por sus manos, con la reducción auto-impuesta de emplear únicamente el color negro, una suerte de zoología fantástica que viene a poner un muro de resistencia a la banalidad de lo cotidiano.

Degas decía que el dibujo no está fuera del trazo sino dentro: “Hay que perseguir al modelo como corre una mosca por una hoja de papel”. Valery, fascinado por ese artista advierte que hay una inmensa diferencia entre ver una cosa sin el lápiz en la mano y dibujándola: “pero dibujar a partir de un objeto confiere al ojo un cierto mando que nuestra voluntad alimenta. De modo que aquí es preciso querer para ver, y esta vista deliberada tiene el dibujo como fin y como medio a la vez”[5]. Para dejar la mano libre al sentido del ojo es preciso arrebatarle su libertad al sentido de los músculos. “Ingres decía que el lápiz ha de tener sobre el papel la misma delicadeza que una mosca que vaga por el cristal. [...] A veces me hago ese razonamiento acerca del dibujo y de la imitación. Las formas que la vista nos ofrece como contornos son producto de la percepción de los desplazamientos de nuestros ojos, que conjugados conservan la visión nítida. Ese movimiento de conservación es la línea”[6]. Giacometti, por su parte, afirmaba “el dibujo, eso es todo”. No se trata, ni mucho menos, de un ejercicio cerrado en el que lo accidental esté desechado, antes al contrario, en el acto de dibujar encontramos, combinado, el fluir vigoroso y la precariedad. “Dibujar –escribe Bonnefoy- es menos precisar unos contornos, expresar su verdad, que adentrarse en ese blanco, y descubrir la precariedad de cualquier logro, la vanidad de los deseos, y alcanzar de esa manera la realidad-unidad de la que el lenguaje nos priva. Y en esto el dibujo, el “gran” dibujo, será poesía. Poesía “pura”, moderna ya, junto a pinturas que son obras entreveradas de relato, de sermón, de ciencia; y sin duda enriquecidas también –pero de modo menos directo- por esa poesía que a veces recogen, que intensifican o disipan”[7]

El dibujo es, en cierta medida, algo escaso (como la poesía) en Occidente[8]. El arte de la afirmación de lo visible y de la desaparición[9] se encuentra sometido a la “jerarquía” del concepto, esto es, a punto de ser reducido a la condición del fósil. Concha Martínez se entrega al placer lento del dibujo para realizar un trayecto reflexivo o, mejor, con el deseo de adentrarse en el terreno nebuloso de la memoria. Su serie de Los nombres funciona como una construcción ilusoria que parte de la referencialidad, aparentemente, incontestable, de lo fotográfico. Para Gombrich, la ilusión es un proceso que opera no sólo en la representación visual, sino en toda percepción sensible como un proceso realmente crucial para las posibilidades de supervivencia de cualquier organismo. El objeto de la visión está construido por una atención deliberada a un conjunto selectivo de indicios que pueden reunirse en percepciones dotadas de significado. En suma, la similitud de las imágenes (los objetos representados) con los objetos reales, que es el centro de toda teoría del realismo pictórico, es transferida desde la representación al juicio del espectador, un argumento circular que requiere, como ya señalara Joel Snyder de “patrones de verdad” (culturalmente definidos), lo que supondría aceptar una teoría pictórica de la visión, tal y como hiciera Alberti en su clásico tratado De pintura. La idea de verdad está inscrita en lo que Gadamer llama la estructura prejuiciosa de la comprensión, un juego de interpretaciones en el que se construyen “formas de vida”. Debemos tener en cuenta que la descripción, entendida en la situación contemporánea, supone un copiar lo que ya está copiado[10], una travesía entre los simulacros y la vertiginosa expansión de una cartografía fotográfica, de ese impulso a “captar el momento”. “Toda descripción literaria –apunta Barthes- es una vista. Se diría que el enunciador, antes de escribir, se aposta en la ventana, no tanto para ver bien como para fundar lo que ve por su propio marco: el hueco hace el espectáculo. Describir es por lo tanto colocar el marco vacío que el autor realista siempre lleva consigo (aún más importante que su caballete) delante de una colección o de un conjunto de objetos que, sin esta operación maníaca (que podría hacer reír como un gag) serían inaccesibles a la palabra; para poder hablar de ello es necesario que el escritor, por medio de un rito inicial, transforme primeramente lo “real” en objeto pintado [peint] (enmarcado), después de lo cual puede descolgar ese objeto, sacarlo de su pintura; en una palabra, describirlo [dépeindre] (describir es desenrollar el tapiz de los códigos, es remitir un código a otro y no de un lenguaje a un referente). Así, el realismo (bien o mal denominado y en cualquier caso a menudo mal interpretado) no consiste en copiar lo real, sino en copiar una copia (pintada) de lo real: ese famoso real, como si obrase bajo el efecto de un temor que prohibiese tocarlo directamente, ese enviado más lejos, diferido, o por lo menos aprehendido a través de una ganga pictórica con que se le recubre antes de someterlo a la palabra: código sobre código, dice el realismo”[11]. Los dibujos de Concha Martínez radicalizan lo descriptivo, plantean la cuestión de cómo nombrar, en un balanceo desde lo estrictamente familiar a lo que puede adquirir un tono arquetípico.

En muchos casos el realismo recurre al trompe-l´oeil no para confundirse con lo real, sino para producir un simulacro con plena conciencia del juego y del artificio: sobrepasar el efecto de lo real para sembrar la duda[12]. El trampantojo nos lleva tanto a los placer del parecido cuanto a la conciencia de que lo idéntico tiene múltiples diferencias, esto es, de que la lógica de la mirada descubre, en el espacio del deseo, lo disimétrico: “Desde un principio, en la dialéctica del ojo y de la mirada vemos que no hay coincidencia alguna, sino un verdadero efecto de señuelo. Cuando en el amor, pido una mirada, es algo intrínsecamente insatisfactorio y que siempre falla porque –Nunca me miras desde donde yo te veo. A la inversa, lo que miro nunca es lo que quiero ver. Y dígase lo que se diga, la relación entre el pintor y el aficionado [...] es un juego, un juego de trompe-l´oeil: un juego para engañar algo”[13]. Estrategia del engaño o de la seducción, el arte mantiene una distancia con lo “real”, es ese cristal, del que hablara Ortega en la deshumanización del arte que nos permite activar la irrealización.

Tenemos que entender el dibujo, especialmente en el caso de la práctica creativa de Concha Martínez, como una estructura compleja de problemas diferenciados, una forma con la que vencer los acontecimientos o la posibilidad para volver a tener presente la imagen que tenemos de ellos; advirtamos la equivalencia que se puede establecer entre dibujar y pensar, siendo en ambos casos procesos que dan cuerpo a una realidad conflictiva. Juan José Gómez Molina advertía en el libro Las lecciones del dibujo que la acción de dibujar nos representa a nosotros mismos en la acción de representar, clarifica los itinerarios de nuestra conciencia, haciéndose evidente ante nosotros mismos: Dibujar es fundamentalmente definir ese territorio desde el que establecemos las referencias. Representar es, por tanto, un acto controlado y difícil de evocaciones y silencios establecidos por medio de signos que somos capaces de descifrar por su preexistencia en la memoria histórica. En las formas del dibujo contemporáneo aparecen situaciones estratificadas en las que las relaciones son entre réplicas de réplicas, formas de segunda generación en las que pueden establecerse relaciones no evidentes[14]. Si Jean Arp decía que la escultura es una red para atrapar la luz, el dibujo es la malla que articula la estructura del sentido. Es cierto que no existe el dibujo, sino los dibujos, numerosas estrategias o reconstrucciones imaginarias en las que acaba por acentuarse la complejidad de la representación. Sabemos que un dibujo sin proyecto es imposible; el dibujante se ve a sí mismo en el espejo, comienza a advertir la deformación y patencia de los distintos modelos de cultura: “el salto que ha de dar para pasar de un lado a otro del espejo, es siempre un acto de libertad definitivo. Entrar es aceptar el libre juego de una realidad que adquiere sentido en la medida que se admiten sus propias reglas. Querer hacerlo con reservas, manteniendo las distancias, es una solución inviable”[15].

Sigfried Kracauer señaló, en su ensayo “Fotografía”, publicado en 1927, que el pensamiento historicista surgió más o menos en la misma época en la que hizo aparición la moderna tecnología fotográfica; en cierto sentido, el recurso a la fotografía es el juego de vida y muerte del proceso histórico: “Lo que las fotografías, con su pura acumulación intentan proscribir es la recolección de muerte, que forma parte de toda imagen-memoria... El mundo se ha convertido en un presente fotografiable, y el presente fotografiado se ha vuelto completamente eterno. Aparentemente arrancado de las garras de la muerte, en realidad ha sucumbido más aún a ella”[16]. Lo que se está incubando en los dibujos realizados por Concha Martínez a partir de fotografías familiares es otra forma del recuerdo, una necesidad de narrar lo que nos pasa sin obviedades, dejando las consignas como restos que nadie puede ya descifrar. Podríamos decir que en la fotografía aparece una lejanía por cerca que se pueda estar: más que el aura, el aire[17]. Al comienzo de La cámara lúcida, Barthes vincula la fotografía con lo que Lacán llama tuché, la ocasión, el encuentro, lo Real “en su expresión infatigable”[18]. Tenemos que tener claro que el encuentro es encuentro perdido, como aquel objeto que solo se recupera en la pérdida[19]. Ahí está lo traumático: lo real está es eso que yace siempre tras el automaton[20]. Lo real está invadido por la angustia de una repetición “que intenta compensar el hecho de que uno siempre llegará demasiado temprano, o demasiado tarde, para encontrarla”[21]. El encuentro perdido no produce reconocimiento sino desasosiego, necesidad de interpretar y de repetir.

“No son –apunta la misma Concha Martínez sobre la serie de Los nombres- sólo pocos los testimonios, también son pocas las imágenes. En contraste con la infinidad de fotografías que generamos en la actualidad, son muy escasas las que logro recopilar de mis antepasados. Todas las historias de todo un tiempo quedan encriptadas en tan solo unas cuantas fotografías. Con el acto de dibujar estas imágenes, en un dibujo lento y minucioso, trato de recomponer esas vidas, de reconstruirlas a partir de casi nada”. Según Lacan, el término esencial en lo que se refiere a la constitución del objeto, es la privación, una deriva de ese reconocimiento del Otro absoluto como sede de la palabra. La metáfora es la función que procede empleando el significante, no en su dimensión conectiva en la que se instala todo empleo metonímico, sino en su dimensión de sustitución[22]. Con todo la constitución del objeto no es metafórica sino metonímica, se produce allí donde la historia se detiene: el velo se manifiesta, la imagen es el indicador del punto de la represión. El fetiche ciertamente es tanto un símbolo cuanto un síntoma neurótico, el despliegue de la perversión. Ya se trate de una parte del cuerpo o de un objeto inorgánico, el fetiche es, simultáneamente, la presencia de aquella nada que es el pene materno y el signo de su ausencia: símbolo de algo y de su negación, proceso mental que puede mantenerse sólo al precio de una laceración esencial, produciéndose una fractura del Yo. El fetichismo implica tanto el gusto por lo no-acabado cuanto el proceso de la sustitución metonímica, que, por otro lado, hemos determinado como característica del arte del index. “En cuanto presencia, el objeto-fetiche es en efecto algo concreto y hasta tangible; pero en cuanto presencia de una ausencia, es al mismo tiempo inmaterial e intangible, porque remite continuamente más allá de si mismo hacia algo que no puede nunca poseerse realmente”[23]. Formas que celebran siempre su aparición fantasmagórica, cifras (convulsas) de una nada indeterminable.

Andre Bazín señaló que las virtudes estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real: “No depende ya de mi el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor. En la fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podíamos ver, la naturaleza hace algo más que imitar el arte: imita al artista”[24]. Concha Martínez se busca en las fotografías familiares, dibuja minuciosamente para articular recuerdos, interviene suturando una zona de olvido. En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que encontrar una literalidad del objeto, contra el sentido y la estética del sentido, es la función subversiva de la imagen, que pasa a ser ella misma literal, es decir, lo que es profundamente: operadora de una desaparición de la realidad[25]. Frente a la ilusión referencialista y cualquier sensación de “proximidad” (aurática o psicótica), la fotografía mantiene el mundo a distancia, creando una profundidad de campo artificial que nos protege de la inminencia de los objetos. Pero además, resulta que los creadores contemporáneos, en lo que llamaría “postmodernismo académico” tienden a construir un simulacro que sedimentan como imagen gracias al dispositivo fotográfico o fílmico. Concha Martínez no comparte la “pulsión simulácrica” ni tampoco intenta imponer una “verdad referencial” sino que su hibridación de dibujo y fotografía lo que está es entretejiendo imágenes y relatos que radicalizan la poética de la memoria.

Laplanche y Pontalis observaron que la fantasía no es el objeto del deseo, sino su encuadre. En la fantasía el sujeto no busca el objeto ni su signo: aparece él mismo capturado por la secuencia de imágenes. El punctum es un suplemento, es lo que la mirada añade a toda fotografía, una especie de sutil más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase al deseo atravesando la barrera de lo que muestra: “la fotografía ha encontrado el buen momento, el kairós del deseo”[26]. Se puede pensar en la fotografía como una huella, fetichista, del encuentro con el enigma de la sexualidad. En el espacio perverso, nada es fijo, todo es móvil, no hay una finalidad particular[27]. El fotógrafo se comporta como un voyeur, familiarizado con un lugar desierto espera algo, su fantasma produce un cuerpo evanescente. Por otro lado, es evidente que el registro fotográfico es un agente de la fantasía colectiva de la cohesión familiar, siendo la cámara la herramienta que detiene el movimiento, sostiene las huellas de un teatro de la memoria; Pierre Bourdieu señaló que la fotografía misma no es, con mucha frecuencia, más que la reproducción de la imagen que fabrica un grupo de su propia integración[28]. Y, ciertamente, en la serie de Los nombres se parte de esa “cohesión familiar-fotográfica” para realizar punctualizaciones con líneas rojas o rectángulos blancos y vacíos que nos hacen pensar en el etiquetado de facebook. Concha Martínez fija su mirada, de forma casi obsesiva, en fotografías que rinden testimonio de que esto-ha-sido[29].

En sus consideraciones sobre la memoria perdida de las cosas, Trías señala que en este mundo en que ha gustado la naturaleza de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de la ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas: “Sólo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lúcida del mismo; sólo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la conciencia de la ausencia que sustenta este mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe ser contrarrestada con una conciencia viva con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana”[30]. Aquella “agorafobia espiritual” de la que hablara Worringer en su libro Abstracción y naturaleza[31], queda corregida en esta visión de nuestro tiempo como crisis de la memoria, como una ausencia de lo concreto que lleva a una visión totalizadora. La memoria es un rastro que subsiste en nosotros como el archivo de un pasado que se hace nuevamente presente. Una repetición transformada en lo nuevo como una realidad impersonal insertada que evidencia la realidad del arquetipo. Vivimos en el tiempo de la atrofia de la experiencia y, por ello, recordar los furores que llevaron a la castración mítica aumenta el grado de intempestividad y, sin embargo, cuando se margina ese proceso de desgarro epidérmico, sea en la vida o en el arte, todo queda reducido a nada. En Más allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático (la dimensión mortal en las fotos que Concha Martínez recrea, apasionada y minuciosamente, en sus dibujos) y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como teatro de la muerte. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trías- surge la presencia de una reminiscencia”[32]. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad.

            Concha Martínez se adentra en el “archivo familiar”, dibuja fotografías con la intención de recuperar “lo que se va”: trata de nombrar en un ejercicio de memoria creativa, trenzando por medio de sus obras una serie de relatos. El archivo, centro de nuestra economía y configuración epistemológica, se localiza o domicilia en la escena del desfallecimiento de la memoria, “no hay archivo sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”[33]. Todo ha estado orientado a que podamos advertir cada vez más cosas pero a corto plazo. Almacenamos toda clase de datos, confiando ciegamente en los sistemas digitales, pero sabemos de sobra que lo que estamos haciendo es colaborar para que nada sea recordado. La inmensidad de los archivos es, en todos los sentidos, disuasoria. Nuestra contemporánea “teatrocracia” propicia los espectáculos de patetismo exhibicionista al mismo tiempo que desacredita como templos de lo rancio e inútil las instituciones tradicionales de la memoria, especialmente la biblioteca. Foucault comprobó que ese lugar estaba ocupado más por el polvo que por los libros y, en su indagación arqueológica, tomó partido por el archivo, esto es, por eso que habla sin imponer desde el principio el sentido o la dinámica del pensamiento. Puede que el archivo tiene por función cobijar aquello que no tiene sentido guardar en la memoria[34]. Lo que suena, según Jacques Derrida, en el mal de archivo (Nous sommes en mal d´archive) es una pasión que nos hace arder: incansablemente buscamos, allí donde lo real termina por sustraerse, un ámbito de sedimentación, el archivo para la confianza definitiva. Pero, finalmente, allí algo se anarchiva: “Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún “mal-de” surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo”[35]. Esa pasión domiciliaria no es propiamente popular, antes al contrario los principales interesados son los arcontes que tienen el poder de interpretar los archivos y establecer (su) ley. No podemos dejar de subrayar que esta topo-nomología es paternal y, a pesar de sus promesas, radicalmente desordenada. Aunque es bastante frecuente que la reivindicación del archivo y de su “política” esté en boca de pretendidos “progresistas”, en última instancia ese sistema de consignación es instituyente y conservador. Derrida ha deconstruido, a partir de la letra freudiana, la economía archivística que estaría sustentada por una pulsión de pérdida: “El archivo tiene lugar en (el) lugar del desfallecimiento originario y estructural de dicha memoria”[36]. Aquí se produce la capitalización de todo en un gesto que introduce el a priori del olvido y de lo archivolítico en el corazón del monumento. Concha Martínez no tiene “las llaves” del archivo familiar, al contrario, da la impresión de que lo que contempla es, incluso para ella, enigmático. Y, sin embargo, todo aquello que dibuja a partir de las fotografías no es otra cosa que la vida cotidiana o, para ser más preciso, las poses de aquellos que, a través de la imagen, querían dejar “una memoria” de su devenir-sujetos.

Foucault señalaba en Las palabras y las cosas que el pensamiento jamás se encuentra presente, disponible, para sí mismo, ese anhelo de una "representación en cuadro" no consigue hacer aparecer al hombre. Para la experiencia del hombre se da un cuerpo que es el fragmento de un espacio ambiguo, cuya espacialidad propia e irreductible está articulada, sin embargo, sobre el espacio de las cosas: conciencia de la finitud, final de la metafísica como despliegue infinito de concatenaciones causales. Puede sostenerse que el hombre y lo impensado son, en el nivel arqueológico, contemporáneos. Lo impensado no está alojado en el hombre como una naturaleza retorcida o una historia que se hubiera estratificado allí; es, en relación con el hombre, lo Otro: lo otro fraternal y gemelo, nacido no de él ni en él, sino a su lado y al mismo tiempo, en una novedad idéntica, en una dualidad sin recurso. El mismo Foucault puso en circulación la idea que el hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Si el repliegue del lenguaje conduce a que “actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido”[37], también es evidente que se abre la posibilidad de pensar de nuevo la condiciones de producción del sujeto, la red microfísica en la que el saber, el deseo y la realidad se trenzan. “Tal vez el mayor problema sea que la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir pero, aún así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevivido en su lugar”[38]. Queda, ante la mirada, el hombre vacío, acaso dominado por la ansiedad, tratando de responder a los desafíos del afuera: la imagen condensa un sentimiento obsesivo de la pérdida. Esa tonalidad es, verdaderamente, crucial en la serie de Los nombres: no conocemos a esos seres, sabemos que en torno a ellos se teje un recuerdo emocionado, en esas imágenes late un deseo de superar la condición finita de la existencia.

Baudrillard insistió en que la situación contemporánea se caracteriza por el fin de la economía clásica y de su reproducción hiperrealista como modelo de simulación: todos los signos –apunta en El intercambio simbólico y la muerte- son ahora intercambiables entre sí sin intercambio alguno con lo real, y ellos no lo intercambian bien, no se intercambian perfectamente entre sí excepto a condición de no intercambiarse más con lo real[39]. Podemos retornar al origen mítico del dibujo, a ese gesto que intenta atrapar la sombra, ese testimonio de la ausencia que ya he nombrado que es también deseo del retorno, confianza en que la pasión no puede perderse nunca. La mano tiene su propia sabiduría, como esa mirada que descubre la musculatura del mundo y al concretarse en el espacio bidimensional nos revela la extraordinaria experiencia de lo imaginario como un estar corporalmente en lo real. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”[40]. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. El sujeto se manifiesta por medio de esas sombras que ha conseguido fijar en el muro (la mítica historia de amor, distancia y melancolía que narra Plinio en su Historia Natural como origen mítico de la pintura), el arte empieza como tacto del deseo ausente. Ese contorno de la sombra de un hombre (omnes umbra hominis lineis circumducta) sirve para articular una metafísica de la imagen como presentación de lo ausente, reelaboración de lo erótico perdido en el recuerdo.

Recordemos ese pasaje de las Metamorfosis de Ovidio en que la sombra de la imagen es nombrada como nada[41]. “El vano intento de transformar la visión en abrazo desemboca en drama, en el momento extático en que el protagonista realiza, al fin, el “estadio del espejo”. La imagen (imago) no le engaña más, ya no es una “sombra”, ya no es “otro”, sino él mismo. “Ése soy yo” (Iste ego sum)”[42]. Platón designó a los reflejos en el agua como eidola mientras que las sombras aparecen, en el famoso mito de la caverna de La República, como phantasmata. Toda representación, advierte el filósofo, produce una perturbación en nuestra alma: desde la pintura de sombras (skiagraphia) a la prestidigitación (thaumatopoia) y las invenciones propias de la magia (goeteia) se impone una atadura al sujeto, literalmente, cautivo de la ilusión. Sabemos que la pintura Occidental ha sido desde el Renacimiento, en que el platonismo tanta importancia tuvo, fruto del amor a lo idéntico. Vasari, en su historia de la pintura, intenta conciliar al paradigma especular con el de la sombra y llega a decir que Gigés de Lidia, estando cerca del fuego, mira a su sombra sobre la pared, “y de repente con un pedazo de carbón, fijó el contorno sobre la pared”. Representar el autorretrato mediante el silueteado de la sombra, gran dificultad: lo que puede aparecer es, sin más, una mancha o lo informe[43]. O la mano, proyectada como una sombra en la superficie deseada de la representación: C´est une ombre au tableau qui lui donne du lustre[44]. La repetición diferenciada de lo mismo en esos pigmentos presionados sobre la crudeza del mundo, genera no tanto algo “siniestro” cuanto una alegoría del sujeto. Acaso podamos reflejarnos, a la manera narcisista, tan sólo en esos restos que dividen nuestro deseo[45]. Sombras, velos, rastros de una alteridad que no se da nunca del todo. La serie de Los nombres es una extraordinaria sedimentación de marcas corporales[46], ya sea con los que hacen un corro festivo, los que están sentados en la puerta de una casa impecablemente vestidos, los tipos tumbados en el campo, la comida callejera con los comensales prestando toda la atención al “acto fotográfico” o la chicas hermosas en una escalera del pueblo. “Dibujar estas imágenes –indica Concha Martínez- me permite verlas de una manera totalmente diferente, llegar a un estrato donde sólo el ojo –sin el proceso de dibujo- no podría llegar. Mediante el carbón se va creando otra estructura, se recompone la historia y se rellenan elipsis. Con el ampliado de unas imágenes en origen tan pequeñas, los rostros sufren una indeterminación que trata de definirse en el proceso de dibujo, como si de una metáfora de la recuperación de memoria se tratase”.

La Historia, así con mayúsculas, ha sido aplastada por el tsunami de los relatos, vale decir, por la diarrea del pequeños cuentos y anécdotas. “La vida de las sociedades neoliberales –apunta Christian Salmon parodiando los famosos comienzos del Capital de Marx y la apropiación del mismo por parte de Guy Debord en La sociedad del espectáculo- se presenta como una inmensa acumulación de historias”[47]. Tras la deslegitimación de los grandes relatos (transmisores del lazo social) que abría La condición postmoderna de Lyotard parece que la única forma del “discurso” que escapa con vida del implacable ejercicio de la sospecha es el relato o, para ser más preciso, su vertiginosa proliferación que se apodera del sujeto deseante. En el magnífico ensayo Storytelling, la máquina de fabricar historias y formatear las mentes, Salmon cartografió los usos de los relatos desde el ámbito empresarial al despliegue político, de la militarización a lo académico[48]. El storytelling, sintetiza ahora en La estrategia de Sherezade, no es otra cosa que la expresión de la vieja necesidad humana de contarse, identificarse, dar sentido a nuestras experiencias a través de los relatos que, con el impacto global de Internet, genera un espacio mucho más vasto. Ya sea en el marketing narrativo (una configuración concreta de las conductas) o en el jurídico-político (la era del archivo y la vigilancia planetaria que registra el comportamiento del individuo), ya sea en la macropolítica (desde las prácticas propias de un lobby a las tácticas de los spinners y demás fauna específica del asesoramiento “gubernamental”) o en las narrativas expandidas cibernéticamente (blog, chats o variaciones twitteras), las narraciones no cesan de codificarnos con una sutileza “seductora” en apariencia pero esencialmente conductista. Concha Martínez retoma las fotografías “analógicas” en una época vertiginosamente digital, ralentiza las imágenes familiares en sus dibujos cuando estamos acelerados en las redes sociales, trata de anudar recuerdos deshilachados en un tiempo de amnesia instantánea.

Ciertamente el ángel de la historia, por emplear una imagen benjaminiana, vuelve la cabeza, arrastrado por un viento incontenible, y ve que las ruinas llegan hasta el cielo.XXXXX. Acaso el objeto del siglo, el referente moderno, sea, como propone Gérard Wajcman, un campo de ruinas, el lugar de la demolición, allí donde todo está roto en mil pedazos. “Todo en su lugar. Los restos de los objetos y de los cuerpos y el lugar de estos cuerpos y de estos objetos: es eso lo que importaba. La ruina y el lugar –sin lo cual nada tiene lugar. Nada tuvo lugar nunca sino el lugar. Allí donde se encontraba encerrada la totalidad de la memoria y de su arte. La memoria que marcha en el tiempo es, primeramente, asunto de lugar. Haber tenido lugar es tener un lugar. Rotura de cristales, fractura de vajillas, alimentos esparcidos. Desastrosa naturaleza muerta este nacimiento del ars memoriae –tal vez el género pictórico de la naturaleza muerta nació también, lejanamente, de eso”[49]. Andreas Huyssen tiene razón cuando señala que “hoy se ha agotado esa lógica del desilusionamiento”[50] y también que la obra de arte retorna en una época de reproducción, diseminación y simulación ilimitadas: “el deseo de historia, de la obra de arte original, del objeto museal auténtico, es paralelo en mi opinión al deseo de lo real, en un tiempo en que la realidad se nos escapa más que nunca”[51]. La historia tiene algo de enmarañamiento narrativo, de férreo sistema organizado que finalmente deja todo aquello que no “interesa” en la sombra definitiva. Concha Martínez no pretende hacer historia antes al contrario su mirada es intempestiva y lo que dibuja es un relato fragmentado de carácter afectivo o, en términos de Marianne Hirsch que es decisiva en su poética, un “afiliative look”.

Todos hemos tenido que dibujar y, seguramente, recordamos los esfuerzos infantiles para encajar una figura o para sombrear un cuerpo. En todo dibujo se llega a un punto de crisis, cuando lo visto no corresponde a nada fijado en el papel y, sin embargo, lo que estamos haciendo se torna sumamente interesante[52]. Comprobamos que la mirada y la mano establecen una coordinación extraordinaria; la representación fluye como si no tuviera nada que ver con el orden de lo categorial e incluso da la sensación de que remite más a todo lo que desconocemos que a aquello que teníamos aparentemente atrapado. “El dibujo es en la pintura la mandorla de lo invisible, no la quintaesencia, por suprema que sea de formas inteligibles. Digamos “esa pintura no tiene dibujo”, como ya decimos “esas formas carecen de vida””[53]. Dibujamos lo que falta acaso porque lo que tenemos no nos satisface plenamente. Sentimos la necesidad de un discurso jubilatorio, de algo que nos entusiasme y aparte del pantano de la mediocridad[54]. Eso puede suceder sobre una delicada superficie de papel. Pero también dibujar puede ser dejar que la imaginación se libere de todo lo visto para proponer lo inadmisible, dar rienda suelta a lo inesperado. Concha Martínez dibuja y hiperpunctualiza recuerdos “foto-familiares” para buscar lo que falta, pensando en el hiato del olvido.

“Yo creo –afirma John Berger- que uno mira las pinturas con la esperanza de descubrir un secreto. No un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo descubre, seguirá siendo un secreto, porque, después de todo, no se puede traducir a palabras. Con las palabras lo único que se puede hacer es trazar, a mano, un tosco mapa para llegar al secreto”[55]. Acerquemos al filo de lo inexplicable. “Todas las grandes obras, las obras que nos esclavizan para siempre, están así de cerca de aquello que las inspiró. Los perros de Tiziano, un dibujo de Hokusai de una pareja follando, uno de los grandes brillos coloreados del último Rothko, todos ellos se acercan lo máximo que uno puede acercarse”[56]. La experiencia más hermosa puede ser la de espiar el sueño de la persona amada o contemplar, extasiado, como respira nuestro hijo en la cuna. Es difícil hablar de los placeres y recónditas armonías de esas experiencias que tienen que ver con la cercanía. Hay que estar preparado, como hace Concha Martínez, para escuchar lo inaudito en el seno de lo familiar, no estaríamos asistiendo a la emergencia de lo siniestro sino a una memoria recreada, en una nominación apasionada. “Realizar esta serie –dice Concha Martínez- es pensar y reconstruir unas vidas de las que apenas quedan huellas. Y si tal vez sea inevitable que nuestro paso por la vida sea al final algo más que silencio, puede –me gusta creer- que algo de nosotros quede en los que nos sucedan, en una conexión infinita. Que estamos llenos de trozos de vida de los que nos precedieron aunque ya no tengan nombre”. En los dibujos de Los nombres esta creadora ilumina a través de las sombras de las fotografías de los suyos, su obra me hace pensar en esa luz menor que Georges Didi-Huberman convoca poéticamente como espacio de respiro y supervivencia más allá de los reflectores que prolongan el pánico del Lager o la luz febril del manicomio[57].

Los dibujos de Concha Martínez, afortunadamente, no nos “informan” de nada[58], son extraordinarios ejercicios de una memoria que se resiste a literalizar lo que siente aunque, propiamente, está “copiando” una referencia fotográfica. Una obra resiste si sabe ver “en lo que sucede” el acontecimiento, si es capaz de “dislocar” la visión, esto es, implicarla como aquello que nos concierne, y al mismo tiempo rectificar el pensamiento mismo, es decir, explicarlo y desplegarlo, explicitarlo o criticarlo, mediante un acto concreto. “La relación de la imagen con su referente plantea numerosos problemas de representación. Pero cuando el referente ha desaparecido totalmente, cuando, por tanto, ya no cabe hablar propiamente de representación, cuando el objeto real se desvanece en la programación técnica de la imagen, cuando la imagen es puro artefacto, no refleja nada ni a nadie y ni siquiera pasa por la fase del negativo, ¿podemos hablar todavía de imagen? Nuestras imágenes no tardarán en dejar de serlo y el consumo en sí mismo pasará a ser virtual”[59]. La realidad no se apoya en una fantasía sino en una multitud inconsistente de fantasías, en esta multiplicidad que crea el efecto de densidad impenetrable que sentimos como aquello que pasa y permanece.

En sus Mitologías, Barthes escribía sobre el objeto del habla mítica lo siguiente: “por supuesto, no todo ocurre en el mismo momento: algunos objetos se convierten en presa de la palabra mítica durante un tiempo, luego desaparecen y otros ocupan su lugar, acceden al mito”. Los mitos son formas simbólicas establecidas en una comunidad que ayudan a que sus miembros venzan en la batalla psicológica contra los demonios internos espirituales que tienden a hacernos caer en la melancolía, la desesperación o la pasividad. Sin mitos no tenemos ni el reconocimiento de lo común ni el impulso que nos conduciría hacia la aventura[60]. Esos mitos no son sólo relatos colectivos, puede tratarse también de un tejido de experiencias personales o surgidas en el grupo familiar. Sin duda, en la vieja caja de costura metálica estaban algo más que fotografías (des)ordenadas, allí latía un impulso a contar, una y otra vez, lo que había pasado, apareciendo la mismo tiempo la tristeza de aquello que ya no existiría más y la alegría por recuperar la “presencia” de los seres queridos o la “atmósfera” de los acontecimientos felices. Concha Martínez regresa a ese “depósito visual y afectivo” de las imágenes del pasado para repensar poéticamente lo que no deja de pasar.

“¿Qué es la poesía? Por suerte –afirma Adam Zagajewski-, no lo sabemos muy bien y no necesitamos saberlo de modo analítico; ninguna definición (¡y las hay tantas!) es capaz de formalizar este elemento de la naturaleza. Yo tampoco tengo ambiciones definidoras. Sin embargo, resulta atractivo contemplar la imagen de la poesía en su movimiento “entre” –la poesía como uno de los vehículos más importantes que nos transportan hacia arriba- y descubrir que el fervor precede a la ironía. El fervor, el ardoroso canto del pájaro al que respondemos con nuestro propio canto lleno de imperfecciones. Necesitamos de la poesía igual que necesitamos la belleza (aunque dicen que en Europa hay países donde esta última palabra está terminantemente prohibida). La belleza no es para los estetas, la belleza es para todo aquel que busca un camino serio; es una llamada, una promesa, tal vez no de felicidad –como quería Stendhal- pero sí de un gran peregrinaje eterno”[61]. La belleza surge, casi accidentalmente, en un toque pictórico o en un rasgo dibujístico de una ligereza indescriptible. Pensemos en el famoso cuadro de Friedrich Monje frente al mar, uno de los ejemplos más citados de sublimidad, la manifestación de un territorio en el que apenas somos capaces de adentrarnos. Lo sublime no es solamente el terror o el naufragio del concepto, se trata de la chispa o el destello que supone el advenimiento de poesía. Ese un escalofrío metafísico[62], propio del sentimiento sublime, nos deja, en todos los sentidos, sin palabras: es la presencia, con su oscuridad, lujo y silencio lo que nos invita a detenernos. En una ocasión le preguntaron al escritor Vladimir Nabokov si en la vida le sorprendía algo, a lo que respondió que la maravilla de la conciencia, “esa ventana que repentinamente se abre a un paisaje soleado en plena noche del no ser”. Concha Martínez abre, por medio de sus dibujos, esa ventana de lo maravilloso; frente al regodeo en lo repugnante[63] impone, sin gesticulaciones ni brusquedad, sus “nominaciones”, redibuja rostros, reconstruye situaciones, traza espacios donde el encuentro nos encuentra, marca, alegóricamente, caminos que hacen que nos adentremos en lo que salva: la poesía. Tenemos la mirada fija en lo bello[64] mientras los sueños no cesan.

Una vieja sentencia latina describe nuestro estado de ánimo: “Vagi palantes nullo itineris destinato fine non ad locum sed ad vesperum contenditur” (Errantes, dispersos, no hay meta en sus viajes; no caminan para llegar a alguna parte, tan sólo a la noche). Nos precipitamos, si renunciamos a la memoria, hacia un lugar que es, en sentido estricto, abismo[65]. Vivir supone estar en el seno de lo inhóspito: tenemos que volver a la escena primordial, afrontar el descamino[66], estar abiertos a lo diferente, sólo así podremos liberarnos, catárticamente, de un tiempo desquiciado. Hay que afrontar el completo extrañamiento del mundo. El origen de toda experiencia así como el que determina el espacio de la interpretación, está desplazado como huella. “El ser no es. El ser se dice, se interpreta a la manera de la mano humana, que hiende, corta, abarca y acaricia, rechaza y atrae: hace mundo. Es la mano ascendida a la piel en la que aflora una opacidad que se retrae: la humana piel de la palabra”[67]. En el la obra de arte se produce una topografía del cuerpo, las líneas son el resultado del paso de la mano, el tacto más raro, la impronta digital; el deseo transmite su sabiduría: lo más profundo es la piel. Levinas ha indicado que la caricia es un modo de ser del sujeto en el cual el contacto conduce más allá, su búsqueda es un “no saber”, experiencia en la que surge un desorden esencial: “es como un juego con algo que se escapa, un juego absolutamente sin plan ni proyecto, no con aquello que puede convertirse en nuestro o convertirse en nosotros mismos, sino con algo diferente, siempre otro, inaccesible, siempre por venir”[68]. El dibujo, esa minuciosa práctica creativa y “nominadora” que practica Concha Martínez, es también una espera de ese puro porvenir sin contenido, un proceso por el que se busca otra temperatura emocional. El ejercicio del arte puede dar miedo, no se puede evitar lo peor, es necesario acercarse a la vida pero pasando previamente por la destrucción. Entre el presente y la muerte se abre un abismo, en el que confluyen la alteridad y el misterio: “la relación con los demás es la ausencia de lo otro”[69]. En Los nombres se recupera una relación de cercanía con el pasado que se habría vuelto extraño: las imágenes vuelven a retener la mirada, buscan una correspondencia amorosa.

“No sé de arte alguno que pueda comprometer más inteligencia que el dibujo. Ya sea que intente extraer de ese complejo que es la mirada el hallazgo de un trazo, resumir una estructura, no ceder a la mano, y leer y pronunciar una forma en sí misma antes de escribirla; o bien que la invención domine sobre lo momentáneo, que la idea se haga obedecer, se precise y enriquezca con aquello en que se convierte al pasar al papel, ante la vista, en cualquier caso todos los dones del espíritu hallan empleo en ese trabajo en que también se manifiestan con fuerza no menor todos los rasgos de carácter de la persona, cuando los tiene”[70]. Como dijera Valery se trata de ver líneas y trazarlas. En el fondo, el dibujo es una manera de ver la forma[71]. No se trata de algo que poseemos sino, a la manera de la poesía, de un impulso que nos moviliza: “Pues dibujar no es tampoco obedecer a un saber que se posee del mundo, de ese modo sólo sería un triste y desagradable estudio, académico. El gran dibujo lleva el trazo así como nos deshacemos de un pensamiento inoportuno; no identifica, hace que aparezca”[72]. Nuestra mente puede entenderse como un wunderblock[73], ese lugar donde queda la huella de todo lo que, en algún momento, fue trazado. “¿Qué es el arte –pregunta Marina Tsvietáieva- sino el encuentro de las cosas perdidas, la perpetuación de las pérdidas?”[74]. Ese sincero esfuerzo hacia lo imposible[75] lleva a que el dibujo, incluso el del pensamiento, sea incesante. No podemos olvidar ese placer, aunque sea sombrío, que está en nuestro origen[76].

A veces nos domina el miedo a perder todas las imágenes[77] o incluso retorna la ansiedad infantil ante la pesadilla de la sustracción violenta de los ojos en el proceso de la dualidad monstruosa. La diferencia de lo idéntico supone también la manifestación de la disimetría, anclada tanto en el deseo cuanto en la lógica de la mirada. “La fotografía nos muestra una realidad anterior y aunque da una impresión de idealidad, no se la recibe nunca como algo puramente ilusorio: es el documento de una “realidad de la que nos hallamos fuera de alcance””[78]. La fotografía no es nunca una presencia desnuda sin sentido[79], ni tampoco es el medio para la retórica del vacío, funciona en cierto sentido como una pantalla que, siguiendo a Lacan, tiene una relación explícita con el deseo[80]. Lo que vemos en la pantalla es, por así decirlo, la manifestación de la reacción del fotógrafo a lo que es la escena fotografiada, un ejercicio de apropiación subjetiva en el que convierte el detalle en situación clave. Escribía Julien Green que en toda fotografía no podía ver nada más que el reflejo de una persona ausente. “Al final de la labor del duelo vuelve a quedar el yo libre y exento de toda inhibición”[81]. Al mirar los ojos de un retrato sentimos un reto, ese cuerpo intangible reclama una proximidad emocional: una vez más la cualidad indicial sostiene el goce de la mirada[82]. Contemplo los dibujos de Los nombres y pienso que siempre ocurre algo más allá del “plano principal”, en los márgenes, al fondo e incluso fuera de campo. Mientras unos hombres posan lúdicamente en el campo, algunos tumbados en la tierra, veo a una señora mayor que trae a un niño en brazos pero también advierto a una anciana apenas visible junto a un árbol. Mi condición es la de un voyeur o un “intruso” en una escena afectiva pero, al mismo tiempo, proyecto sobre esta imagen mi historia afectiva, retornan mis seres queridos: pathosformel de un “encuadre” que me implica en una alegoría especular.

Siento que la obra de Concha Martínez es un intensa elaboración del duelo, una rememoriación que recurre a la “imitación que es a la vez la vida y la muerte del arte: “el arte y la muerte estarían comprendidos dentro del espacio de la alteración, de la iteración originaria [...]; de la repetición, de la reproducción, de la representación; o también dentro del espacio como posibilidad de la iteración y salida de la vida fuera de sí misma”[83]. No hay nada que temer. Lo que nos separa de lo último es de cualquier manera ínfimo: un momento de pavor, pero de calma. “Aquel que muere –apunta Bataille- consagrado por entero a la desaparición en que consiste su muerte no podría tener testigos si esos testigos no participaran ya, aunque fuere por una ligera turbación, de la universal desaparición en que consiste la muerte (pero ¿no sería esta desaparición universal, finalmente, la universal aparición?”[84]. Sabemos que el deseo puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. “Por consiguiente –escribe Derrida-, creo que, lo mismo que la muerte, la indecibilidad, lo que denomino también la “destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento del deseo que, de otro modo, moriría de antemano”[85]. Sólo porque no hay presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte[86]. En los dibujos de Concha Martínez, con esa radical interrogación sobre la memoria y el olvido, la existencia y la muerte, puede concretarse el proceso de demeurer, algo que enlaza, en su multiplicidad de sentidos, con la reclamación de una singular intensidad de la vida[87]. Sin la posibilidad de la diferencia, el deseo de la presencia como tal, no encontraría, de ningún modo, su espacio para respirar, lo que implica que aquél arrastra a la insatisfacción como destino: la diferencia, en última instancia, proporciona lo que prohíbe, haciendo posible, valga la paradoja, la misma cosa que hace imposible. La forma es como el espectro del espasmo, una prefiguración de la muerte, vale decir, una aporía que revela el morir como posibilidad de la imposibilidad[88]. Contemplamos dibujos que tienen algo de agujeros oníricos que tienen la “densidad abismal” del instante[89]. Concha Martínez ha indicado que sus dibujos realizados a partir de las fotografías familiares son testimonios en los que ha contado con el relato fragmentario que le aporta la voz del padre. A mí, lo digo emocionado, me gustaría poder oír esa voz, cuando solo tengo su recuerdo. Los nombres son, en realidad, el don amoroso del hijo[90].

 

 

[1]Roland Barthes: Mitologías, Ed. Siglo XXI, Madrid, 2005, p. 200.

[2]Cfr. Jean Baudrillard: La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 27.

[3]María Zambrano: “Amor y muerte en los dibujos de Picasso” en España, sueño y verdad, Ed. Siruela, Madrid, 1994, p. 185.

[4]Mario Perniola: El arte y su sombra, Ed. Cátedra, Madrid, 2002, pp. 103-104.

[5]Paul Valery: “Degas Danza Dibujo” en Piezas sobre arte, Ed. La balsa de la Medusa, Madrid, 1999, p. 37.

a href="#ftnref6" id="ftn6">[6]Paul Valery: “Degas Danza Dibujo” en Piezas sobre arte, Ed. La balsa de la Medusa, Madrid, 1999, p. 38.

[7]Yves Bonnefoy: Apuntes sobre el dibujo, Ed. Asphodel, Tenerife, 1999, p. 14.

[8]“Dificultad del dibujo, en Occidente, ocasionada por la Idea, en tantos platónicos, o por el pensamiento cristiano de un Verbo que produjo el universo. Prueba, en ambos casos, de que se identifica realidad y lenguaje. Nuestras civilizaciones, del sol poniente nacieron de ese ensimismamiento del espíritu en los vocablos, que le permite arrojarse hacia adelante en la historia sin protección alguna, a riesgo de verse abocado al desastre. El pintor chino, sin embargo, no era más que dibujante; pinta al cangrejo tan sólo cuanto éste le es tan inmediato que ya no le hace falta mirarlo, y de un trazo de pincel que no expresa su forma sino sencillamente su ligera respiración de cangrejo entre los cangrejos” (Yves Bonnefoy: Apuntes sobre el dibujo, Ed. Asphodel, Tenerife, 1999, p. 15).

[9]“La pintura es, en primer lugar, una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo. Posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar, pues entonces lo visible poseería la seguridad (la permanencia) que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad” (John Berger: Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Ed. Ardora, Madrid, 1997, p. 39).

[10]“Describir [dépeindre] es [...] remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente. Así, el realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) [...] Por obra de una mimesis secundaria (el realismo) copia de lo ya está copiado” (Roland Barthes: S/Z, Ed. Siglo XXI, México, 1980, p. 46.

[11] Roland Barthes: S/Z, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 44-45.

[12]“El trompe-l´oeil no forma parte exactamente del arte ni de la historia del arte: su dimensión es metafísica” (Jean Baudrillard: De la seducción, Ed. Cátedra, Madrid, 1987, p. 64).

[13]Jacques Lacan: “La línea y la luz” en El Seminario 11. Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1995, p. 109.

[14]“Dibujar es, más a menudo, establecer esas relaciones no evidentes entre las cosas, en el que se manejan réplicas de réplicas de dibujos de segunda generación, procedentes de un repertorio muy amplio de profesiones que obedecen a principios contrapuestos de estructuración. Dibujar hoy, obliga a no renunciar a reconstruir lo imaginario desde cualquier estrategia, porque no existen procesos privilegiados que nos aseguren su éxito desde fuera del propio proceso” (Juan José Gómez Molina: “El concepto de dibujo” en Las lecciones del dibujo, Ed. Cátedra, Madrid, 1995, p. 138).

[15]Juan José Gómez Molina: “El concepto de dibujo” en Las lecciones del dibujo, Ed. Cátedra, Madrid, 1995, p. 149.

[16]Siegfried Kracauer: “La fotografía” en Estética sin territorio, Ed. Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia, 2006, p. 280.

[17]“El aire (llamo así, a falta de otro término, la expresión de la verdad) es como el suplemento inflexible de la identidad, aquello que nos es dado gratuitamente, despojado de toda “importancia”: el aire expresa el sujeto en tanto que no se da importancia” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 184). Conviene recordar la definición benjaminiana del aura: “Pero ¿qué es propiamente el aura? Una trama muy especial de espacio y tiempo: la irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que pueda encontrarse” (Walter Benjamin: “Pequeña historia de la fotografía” en Sobre la fotografía, Ed. Pre-textos, Valencia, 2004, p. 40).

[18] Roland Barthes: La cámara lúcida, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 31.

[19]“Un objeto, no es algo tan simple. Un objeto es algo que sin duda se conquista, incluso, como Freud nos lo recuerda, no se conquista nunca sin haber sido previamente perdido. Un objeto es siempre una reconquista. Sólo si recupera un lugar que primero ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad” (Jacques Lacan: “Ensayo de una lógica de caucho” en La Relación de Objeto. El Seminario 4, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 373-374).

[20]Cfr. Jacques Lacan: “Tyche y Automaton” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987, pp. 62-63.

[21] Rosalind Krauss: “Fotografía y abstracción” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 232.

[22] “Toda creación de un nuevo sentido en la cultura humana es esencialmente metafórica. Se trata de una sustitución que mantiene al mismo tiempo eso que sustituye. En la tensión entre lo suprimido y aquello que lo sustituye, pasa esa dimensión nueva que de forma tan visible introduce la improvisación poética” (Jacques Lacan: “Ensayo de una lógica de caucho” en El Seminario 4. LaRelación de Objeto, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1994, p. 380).

[23]Giorgio Agamben: Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Ed. Pre-textos, Valencia, 1995, p. 72.

[24]André Bazin: “Ontología de la imagen fotográfica” en ¿Qué es el cine?, Ed. Rialp, Madrid, 1999, p. 29.

[25] Cfr. Jean Baudrillard: “La Fotografía o La Escritura de la luz: Literalidad de la imagen” en El intercambio imposible, Ed. Cátedra, Madrid, 2000, p. 142.

[26]Roland Barthes: La cámara lúcida, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 111.

[27]Cfr. al respecto Víctor Burgin: “Espacio perverso” en Revista de Occidente, n° 127, Madrid, Diciembre 1991, pp. 47-68.

[28] Cfr. Pierre Bourdieu: Un art moyen, Ed. Minuit, París, 1965, p. 48.

[29]“Barthes quiere establecer una relación directa entre la naturaleza indiciaria de la imagen fotográfica y el modo sensible por el que nos afecta: es el punctum, ese efecto de pathos inmediato que él opone al studium, es decir, a las informaciones que transmite la fotografía y a las significaciones que adopta. El studium hace de la fotografía un material por descifrar y explicar. El punctum, por su parte, nos golpea con la potencia efectiva del eso-ha-sido: eso, es decir, ese ser que estuvo sin duda alguna frente al agujero de la cámara oscura, ese ser cuyo cuerpo emitió las radiaciones, captadas e impresas en la habitación oscura, que vienen a tocarme y ahora a través del “medio carnal” de la luz “como los rayos de una estrella” (Barthes)” (Jacques Ranciere: El destino de las imágenes, Ed. Politopías, Nigrán, 2011, p. 33).

[30]Eugenio Trías: La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 81.

[31]W. Worringer. Abstracción y naturaleza, Ed. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1997, p. 135.

[32] Eugenio Trías: La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 120.

[33]Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 19.

[34]Cfr. Miguel Morey: “El lugar de todos los lugares: consideraciones sobre el archivo” en XII Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid. Registros Imposibles: El Mal de Archivo, Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, 2006, p. 15-29.

[35]Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 98.

[36]Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 19.

[37]Michel Foucault: Las palabras y las cosas, Ed. Orbis, Barcelona, 1985, p. 333.

[38]Paul Auster: El país de las últimas cosas, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 31.

[39]“Fin del trabajo. Fin de la producción. Fin de la economía política. Fin de la dialéctica significante/significado que permitía la acumulación del saber y el sentido, el sintagma lineal del discurso acumulativo. Fin simultáneo de la dialéctica valor de cambio/valor de uso, la única que hacía posible la acumulación y la producción social. Fin de la dimensión lineal del discurso. Fin de la dimensión lineal de la mercancía. Fin de la era clásica del signo. Fin de la era de la producción. No es LA revolución la que pone fin a todo esto. Es el capital mismo. Es él quien anula la determinación social por el modo de producción. Es él quien sustituye la forma mercantil por la forma estructural del valor. Y es ella la que impone la estrategia actual del sistema” (Jean Baudrillard: El intercambio simbólico y la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 14).

[40]Carl G. Jung: Aion. Contribución a los simbolismos del si-mismo, Ed. Paidós, Barcelona, 1989, p. 22.

[41]“Crédulo –leemos en las Metamorfosis de Ovidio-, ¿para qué intentas en vano coger fugitivas imágenes? Lo que tú buscas está en ninguna parte, lo que tú amas, apártate y lo perderás. Esa sombra que estás viendo e el reflejo de tu imagen. Nada tiene propio; contigo llega y se queda; contigo se alejará, si puedes alejarte”.

[42]Victor I Stoichita: Breve historia de la sombra, Ed. Siruela, Madrid, 1999, p. 38).

[43]“El resultado visible en el mural de su [Vasari] casa en Florencia es una mancha más o menos informe y sin semejanza. En la fábula pliniana, captar la semejanza mediante el silueteado de la sombra era posible porque el modelo y el artista eran dos personas distintas. La imagen/sombra era la semejanza del otro (y no de sí mismo) y ésta se manifestaba exclusivamente de perfil” (Victor I. Stoichita: Breve historia de la sombra, Ed. Siruela, Madrid, 1999, p. 44).

[44]Esta frase de Boileau la saca a colación Stoichita para comentar la importancia, en la historia de la pintura, de la sombría proyección de la mano: “Sobre el cuadro a punto de nacer, la sombra de la mano es sólo una presencia pasajera. Una invitación al espectador a imaginar la huella del autor inscrita directamente en el acto de la creación, como un signo evanescente que está “flotando” precisamente como la presencia pasajera de una sombra” (Victor I. Stoichita: Breve historia de la sombra, Ed. Siruela, Madrid, 1999, p. 95).

[45]Freud denominó Kern unseres Wesens a ese extraño cuerpo en mi interior que es “en mí más que yo”, reformulado por Lacan como das Ding: “La fórmula lacaniana para este objeto es objet petit a, ese punto de Real en el corazón mismo del sujeto que no puede ser simbolizado, que es producido como un residuo, un remanente, un resto de toda operación significante, un núcleo duro que incorpora la aterradora jouissance, el goce, y como tal, un objeto que simultáneamente nos atrae y nos repele –que divide nuestro deseo y nos provoca por lo tanto vergüenza” (Slavoj Zizek: El sublime objeto de la ideología, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1992, p. 234).

[46]“Pienso en la hierba antes de la humanidad, de antes del lenguaje. En un espacio de hierba donde durmió un animal, y que conserva por un instante, al margen de toda conciencia, la forma. ¿Es entonces, en el amanecer del espíritu, en una una mirada sobre la hierba aún aplastada, forma vaga aunque reveladora, presencia en la ausencia misma, cuando se forma la primera idea de lo que poco a poco se sustituye al mundo, el signo” (Yves Bonnefoy: Apuntes sobre el dibujo, Ed. Asphodel, Tenerife, 1999, p. 31.

[47]Christian Salmon: La estrategia de Sherezade. Apostillas a Storytelling, Ed. Península, Barcelona, 2011, p. 19.

[48]“Ya sea para llevar a buen puerto una negociación comercial o hacer que las facciones rivales firmen un tratado de paz, para lanzar un nuevo producto o hacer que un colectivo laborar acepte un cambio importante, incluido su propio despido, para diseñar un videojuego “serio” o curar los traumas de la guerra de los soldados, se considera que el storytelling es la panacea. Lo utilizan los pedagogos como técnica de enseñanza y los psicólogos como medio para curar traumatismos. Constituye una respuesta a la crisis del sentido en las organizaciones y una herramienta de propaganda, un mecanismo de inmersión y el instrumento para hacer perfiles de individuos, una técnica de visualización de la información y un arma terrible de desinformación…” (Christian Salmon: Storytelling. La máquina de fabricar mentiras y formatear las mentes, Ed. Península, Barcelona, 2010, p. 34).

[49]Gérard Wajcman: El objeto del siglo, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2001, p. 16.

[50]Andreas Huyssen: “Recuerdos de utopía” en En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 267.

[51]Andreas Huyssen: “Recuerdos de utopía” en En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 277.

[52]“Llegado a este punto y en cuestión de poco tiempo, el dibujo alcanzó su “punto de crisis”, que es como decir que lo que había dibujado comenzó a interesarme tanto como lo que todavía estaba por descubrir. En todo dibujo hay un momento en el que sucede esto. Lo llamo punto de crisis porque a partir de entonces su éxito o fracaso ya está determinado. Se empieza entonces a dibujar de acuerdo a sus exigencias y necesidades. Si el dibujo es de algún modo verdadero, estas exigencias probablemente corresponderán a lo que todavía puede descubrirse buscando. Si es esencialmente falso, acentuarán su error” (John Berger: Algunos pasos haci una pequeña teoría de lo visible, Ed. Ardora, Madrid, 1997, p. 58).

[53]Yves Boneffoy: Apuntes sobre el dibujo, Ed. Asphodel, Tenerife, 1999, p. 14.

[54]“¿Entonces?¿Estamos condenados para siempre al desabrido retorno de un discurso mediocre?¿No hay acaso la menor posibilidad de que exista, en algún rincón perdido de la logosfera, la eventualidad de un puro discurso jubilatorio? En uno de sus márgenes extremos –muy cerca, en verdad, de la mística- ¿no sería concebible un lenguaje que se vuelva por fin la expresión primera y como insignificante de lo colmado?” (Roland Barthes: Barthes por Barthes, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1992, p. 125).

[55]John Berger: “¿Cómo aparecen las cosas?, o Carta abierta a Marisa” en El Bodegón, Ed. Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, Barcelona, 2000, p. 59.

[56]John Berger en John & Katya Berger: Tiziano: ninfa y pastor, Ed. Árdora, Madrid, 1999, p. 45.

[57]Georges Didi-Huberman ha utilizado la figura de las luciérnagas como aquello que intenta sobrevivir a pesar de las luces potentes que acaban con toda oscuridad y destruyen incluso la poesía de la noche. “Lo mismo que hay una luz menor –como ha demostrado Gilles Deleuze y Félix Guattari a propósito de Kafka-, habría también una luz menor que posee las mismas características filosóficas: “un fuerte coeficiente de desterritorialización”; “todo en ella es político”; “todo adquiere un valor colectivo”, de manera que todo en ella habla del pueblo y de las “condiciones revolucionarias” inmanentes a su propia marginalización” (Georges Didi-Huberman: Supervivencia de las luciérnagas, Ed. Abada, Madrid, 2012, p. 39).

[58]“¿Qué relación existe entre la obra de arte y la información? Ninguna. La obra de arte no es un instrumento de comunicación. La obra de arte no tiene nada que ver con la comunicación. […] Tiene una cierta relación con la información y la comunicación en tanto acto de resistencia. ¿Qué misterioso lazo puede existir entre una obra de arte y un acto de resistencia, si los hombres que resisten no tienen ni tiempo ni, muchas veces, la cultura necesaria para establecer una mínima relación con el arte? No lo se. […] No todo acto de resistencia es una obra de arte, aún cuando, en cierto modo, lo sea. No toda obra de arte es un acto de resistencia y, sin embargo, de cierta manera, lo es” (Gilles Deleuze: “¿Qu´est-ce que l´acte de création?” en Deux régimes de fous. Textes et entretiens, 1975-1995, Ed. Minuit, París, 2003, pp. 300-301).

[59]Jean Baudrillard: La agonía del poder, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 58-59.

[60]“La llamada no atendida convierte la aventura en una negativa. Encerrado en el fastidio, en el trabajo duro, o en la “cultura”, el individuo pierde el poder de de la significante acción afirmativa y se convierte en una víctima que debe ser salvada. Su mundo floreciente se convierte en un desierto de piedras resecas y su vida pierde todo significado, […] la negativa es esencialmente una negativa a renunciar lo que cada quien considera como su propio interés. El futuro no se ve en término de una serie inevitable de muertes y renacimientos, sino como un sistema contable de ideales, virtudes y finalidades de uno y como si se establecieran y se aseguraran ventajas” (Joseph Campbell: El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2006, pp. 61-62).

[61]Adam Zagajewski: “En defensa del fervor” en En defensa del fervor, Ed. El Acantilado, Barcelona, 2005, pp. 26-27.

[62]“Cabe decir que hoy debemos entender lo sublime de otra manera; hay que despojar a esta noción de su pomposidad neoclásica, de su hinchazón alpina, de su exageración teatral; hoy, lo sublime es en primer lugar una experiencia del misterio del mundo, un escalofrío metafísico, una gran sorpresa, un deslumbramiento y una sensación de estar cerca de lo inefable (naturalmente, todos estos escalofríos tienen que encontrar una forma artística)” (Adam Zagajewski: “Observaciones acerca del estilo sublime” en En defensa del fervor, Ed. El Acantilado, Barcelona, 2005, pp. 43-44).

[63]“Un mundo absolutamente repugnante no sería un mundo en el que quisiéramos estar conscientes mucho tiempo, ni desde luego vivir una vida que perdiera su sentido sin la luz del sol. Si yo señalo un cuadro y lo declaro sublime, alguien podría corregirme y decirme que estoy confundiendo lo bello y lo sublime. Yo citaría entonces a Nabokov: contestaría que lo bello es sublime “en plena noche del no ser”. Kant pone en juego estas consideraciones en la formulación antes señalada: “Lo sublime es lo que no puede ser concebido sin revelar una facultad del espíritu que excede toda medida de los sentidos”. Por mi parte, y no sin malicia, yo podría añadir: es sublime porque está en la mente del espectador. La belleza es, para el arte, una opción y no una condición necesaria. Pero no es una opción para la vida. Es una condición necesaria para la vida que nos gustaría vivir. Y por eso la belleza, a diferencia de otras cualidades estéticas, lo sublime incluido, es un valor” (Arthur C. Danto: El abuso de la belleza. La estética y el concepto del arte, Ed. Paidós, Barcelona, 2005, p. 223).

[64]“Seguimos teniendo, como herederos de los griegos que somos, “la mirada fija en lo bello”, como decía Plotino; y de esta pregunta abierta nació el desnudo: si no hemos dejado de estar pendientes de él, poniéndolo sobre un pedestal, es porque no hemos dejado de buscar en él, a través de él, estudiando sin fin sus variaciones, explorando sin descanso sus posibilidades, la respuesta a la pregunta que, una vez planteada, no nos abandona. El desnudo concentró en él –y concretó- esta búsqueda abstracta de la Belleza” (Francois Jullien: De la esencia o del desnudo, Ed. Alpha Decay, Barcelona, 2004, p. 168).

[65]“Martilleo de los pies que hace sonar la tierra: expavescentia, expaventatio; sonido de hombres que no dejan de pisotear la tierra, huyendo, aterrados, de la proximidad del lugar. La proximidad del lugar, antes del neolítico, fue el abismo” (Pascal Quignard: El odio a la música, Ed. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2012, p 20).

[66]“Lo que Heidegger, en sus reflexiones de tono gnóstico, ha llamado el descamino –nuestra inevitable agitación en el paisaje de la existencia escaso de señales viales- se refiere, en especial, a la incorporación insegura de la afirmación y la negación en el camino del venir-al-mundo. ¿Es que no es el hombre el animal que no puede vivir con la verdad, pero tampoco sin ella?” (Peter Sloterdijk: Extrañamiento del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2001, p. 85).

[67]Félix Duque: “Que no es verdad que diez años no es nada ni es febril (sino textil) la mirada: Hermeneútica en la España de hoy” en ER, Sevilla, 1996, p. 36.

[68]Emmanuel Levinas: El tiempo y el otro, Ed. Paidós, Barcelona, 1993, p. 133.

[69]Emmanuel Levinas. El tiempo y el otro, Ed. Paidós, Barcelona, 1993, p. 134.

[70]Paul Valery: “Degas Danza Dibujo” en Piezas sobre arte, Ed. La balsa de la Medusa, Madrid, 1999, p. 53.

[71]“Le decía [Valery a Degas]: “Pero al final ¿qué es lo que entiende usted por Dibujo?”. El respondía con su célebre axioma: “El Dibujo no es la forma, es la manera de ver la forma”” (Paul Valery: “Degas Danza Dibujo” en Piezas sobre arte, Ed. La balsa de la Medusa, Madrid, 1999, p. 72).

[72]Yves Bonnefoy: Apuntes sobre el dibujo, Ed. Asphodel, Tenerife, 1999, p. 29.

[73]“Double bind, doble banda de papel: “capacidad de recepción ilimitada y conservación de huellas duraderas [afirma Freud] parecen pues excluirse en los dispositivos mediante los cuales proveemos a nuestra memoria de un sustituto. Es preciso o bien renovar la superficie receptora, o bien aniquilar los signos registrados”. Entonces, en el mercado, el modelo técnico del Wunderblock permitiría, según Freud, superar ese doble constreñimiento y resolver esa contradicción, pero con la condición de relativizar, por así decirlo, y de dividir en sí misma la función del papel propiamente dicho. Sólo entonces “ese pequeño instrumento promete hace más que una hoja de papel o la tablilla de pizarra”. Porque el bloc mágico no es un bloc de papel sino una tablilla de resina o de cera de castaño oscuro. Sólo está bordeado de papel” (Jacques Derrida: Papel máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuesta, Ed. Trotta, Madrid, 2003, pp. 217-218).

[74]Marina Tsvietáieva: Locuciones de la Sibila, Ed. Ellago, Castellón, 2008, p. 57

[75]Laporte destaca que la experiencia del arte va al encuentro de lo desconocido, de la vida salvaje y el artista así se expone a ser destruido: “un sincero esfuerzo –dice Bram van Velde- hacia lo imposible”. “Bram van Velde, en efecto, declara una y otra vez: Pintar es acercarme a la nada, al vacío// El artista es el portador de la vida. No trato de superar esta paradoja ni de hallar la explicación del enigma, pero me confirmaría si, a mi manera, lograse repetir estar palabras de Bram van Velde: El artista vive un secreto que tiene que manifestar” (Roger Laporte: Bram van Velde o esa pequeña cosa que fascina, Ed. Asphodel, Las Palmas de Gran Canaria, 1984, p. 18).

[76]“Cualquier sombra que rodee nuestro cuerpo pertenece a la escena que no se hace jamás visible, ya que se trata de la escena que está en nuestro origen. [...] Nos hemos hecho en la sombra. Pasivamente en la sombra. Somos los frutos de la oreja sin párpados de la sombra. In umbra voluptatis lusi. He jugado a la sombra de los placeres. Esta frase tan simple es de Petronio. Hay que traducirla con más exactitud: he jugado a la sombra del goce sexual” (Pascal Quignard: Las sombras errantes, Ed. Elipsis, Barcelona, 2007, pp. 14-15).

[77]“El horror vacui es el miedo a quedarse sin imágenes, en las épocas en que predomina la finitud combinatoria y pesimista de corpúsculos sobre la ruptura espiraloide del demiurgo. En numerosas leyendas medioevales aparece el espejo que no devuelve la imagen del cuerpo dañado o demoníaca, ya que cuando espejo no habla, el demonio enseña su lengua saburrosa. Ese convencimiento innato en el hombre de saber que además la llave abre otra casa, de que la espada guía a otro ejército en el desierto, de que los naipes inauguran otro juego en otra región. Por todas partes la reminiscencia de un incondicionado que desconocemos, engendra por un causalismo en la visibilidad que sentimos como la ciudad perdida que volvemos a reconocer. En realidad, todo soporte de la imagen es hipertélico, va más allá de su finalidad, la desconoce y ofrece la infinita sorpresa de lo que yo he llamado, el éxtasis de la participación en lo homogéneo, un punto de errante, una imagen, por la extensión. Es el árbol, una reminiscencia, una conversación apuntalando el río con lo trazado del índice” (José Lezama Lima: “Confluencias” en La dignidad de la poesía, Ed. Versal, Barcelona, 1989, p. 289).

[78]Julia Kristeva: El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Ed. Fundamentos, Madrid, 1999, p. 320.

[79]“La teoría indiciaria de la fotografía, como piel separada de las cosas, no hace sino proporcionar la carne del fantasma a la poética romántica del todo habla, de la verdad grabada sobre el cuerpo mismo de las cosas. Y la oposición del studium al punctum separa arbitrariamente la polaridad que hace viajar incesantemente la imagen estética entre el jeroglífico y la presencia desnuda sin sentido” (Jacques Ranciere: El destino de las imágenes, Ed. Politopías, Nigrán, 2011, p. 37).

[80]“A diferencia de la percepción, en un cuadro, en efecto, siempre podemos notar una ausencia. La del campo central donde el poder separativo del ojo se ejerce al máximo en la visión. En todo cuadro, sólo puede estar ausente y reemplazado por un agujero –reflejo de la pupila, en suma, detrás de la cual está la mirada. Por consiguiente, y en la medida en que establece una relación de deseo, en el cuadro siempre está marcado el lugar de una pantalla central, por lo cual, ante el cuadro, estoy elidido como sujeto del plano geometral” (Jacques Lacan: “¿Qué es un cuadro?” en El Seminario 11. Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987, p. 115).

[81]Sigmund Freud: “Duelo y melancolía” en Obras completas, vol. 11, Ed. Orbis, Barcelona, 1988, p. 2092.

[82]“Ese índice es el indicio que, como el hueso del paleontólogo, nos permitirá reconstruir el significado de la obra, o dicho de otro modo, lo que la propia obra, por, por cuanto colmaba nuestros sentimientos, hurtaba al sentido. Poco importa, cito más o menos a Freud, que aprovechando ese genuino escamoteo, ese juego de manos que sustituye la parte por el todo, y suelta la presa por la sombra, la satisfacción de ver sucumba a la necesidad de interpretar” (Jean Clair: Elogio de lo visible, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1999, p. 219).

[83]Jacques Derrida: De la gramatología, Ed. Siglo XXI, México, 1984, p. 264.

[84]Georges Bataille: “Este mundo en que morimos” en Maurice Blanchot: El último hombre, Ed. Arena, Madrid, 2001, p. 103.

[85]Jacques Derrida: ¡Palabra! Instantáneas filosóficas, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 42.

[86]“La presencia significaría la muerte. Si la presencia fuera posible, en el sentido pleno de un ser que es ahí dónde está, que se aparece pleno ahí donde está, si esto fuera posible no existiría ni Van Gogh ni la obra de Van Gogh, ni la experiencia que nosotros tenemos de esa obra” (Jacques Derrida entrevistado por Peter Brunette y David Wallis: “Las artes espaciales” en Acción Paralela, n° 1, Madrid, Mayo, 1995, p. 19).

[87]“Demeure es un verbo francés de una multiplicidad extrema. Originariamente, demeurer significa “posponer para más adelante”, designa lo diferido, la demora determinada, también en términos de derecho. La cuestión del retraso siempre me ha tenido ocupado y no opondré el sobrevivir a la muerte. He llegado incluso a definir el sobrevivir como una posibilidad diferente o ajena tanto a la muerte como a la vida, como un concepto original. [...] Jamás pude pensar el pensamiento de la muerte o la atención a la muerte, incluso a la espera o la angustia de la muerte como algo distinto de la afirmación de la vida. Se trata de dos movimientos que, para mí, son inseparables: una atención en todo momento a la inminencia de la muerte no es necesariamente triste, negativa o mortífera, sino por el contrario, para mí, la vida misma, la mayor intensidad de vida” (Jacques Derrida: ¡Palabra! Instantáneas filosóficas, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 41).  

[88]Cfr. al respecto Jacques Derrida: “Esperarse (en) la llegada” en Aporías. Morir-esperarse (en) “los límites de la verdad”, Ed. Paidós, Barcelona, 1998, p. 124.

[89]“El in-stante obstaculiza el normal correr, dis-currir, trans-currir, desordena la serie, la agujerea. Es como si la densidad del tiempo en ese instante alcanzase una concentración capaz de impedir el avanzar del tiempo mismo, como si detuviese el tiempo” (Massimo Cacciari: Íconos de la Ley, Ed. La Cebra, Buenos Aires, 2009, p. 227).

[90]Françoise Dolto le preguntó a Lacan qué entiende por “realidad”. “Un ejemplo. La encarnación del amor es el don del hijo, que, para un ser humano, tiene ese valor de algo más real” (Jacques Lacan: “Lo simbólico, lo imaginario y lo real” en De los nombres del padre, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 61).