Jeroglíficos, misterio y belleza
Mara Mira


 

 

“Hay momentos en que me invade una suerte de vacío”. Colonizada por esa intemperie emocional rescato la frase que concluye la novela “Cuando fuimos huérfanos” de Kazuo Ishiguro. La sentencia resuena como un eco rebotado contra las paredes ante el políptico que preside “La hoja invernal”, muestra de Concha Martínez Barreto (Fuente Álamo, 1978) que cuelga este otoño en la bella Ermita de San Roque recién abierta esta temporada por el Ayuntamiento de Fuente Álamo.

Con el indefinido, más que “abstracto”, título de “Los nombres” CMB presenta un políptico de doce obras que surgen de doce antiguas fotografías familiares agrandadas -que no “magnificadas”, y la diferencia me parece un rasgo muy inteligente y sutil realizado por la artista- por medio de la demorada utilización del dibujo como “interpretación contemporánea” de esas fotografías surgidas del fondo de un álbum familiar. CMB se sirvió de la memoria de su padre para intentar establecer un impreciso “who is who” de los participantes de los grupos o reuniones familiares durante los años cincuenta y sesenta del “pasado siglo”. El entrecomillado de esta última frase lo considero importante: el reconocimiento se asienta en un presente que se aleja, como si el realismo de esos rostros “de otro siglo” únicamente pudiera levantar acta de su existencia con el desconocimiento nominal de sus nombres, o en una “des-figuración” que acercaría su “realidad” a una abstracción paradójicamente “reconocible” (no pretende otra cosa el acto de dibujar una “resurrección”) cuanto más difícil o imposible se vuelve descubrir rostro y nombre. Estas doce obras conforman la parte más numerosa de la exposición, acompañada de dos trabajos más. Uno es “Steve John, 2 weeks old”, donde contemplamos la parte trasera de una fotografía que lleva el nombre del título junto a cuarenta y ocho direcciones de distintos “steve john” de la zona (la fotografía pertenece a un álbum que la artista compró en Yorkshire), algo así como una lectura, o interpretación, de la famosa frase “Me llamo Erik Satie, como todo mundo” dicha por el compositor francés y que tanto éxito ha tenido posteriormente, en parte por las innumerables veces que la ha expresado y repetido Enrique Vila-Matas. Por último, en la exposición hay un trabajo en vídeo, “Steve John”, que es profunda y superficialmente “warholiano”: una imagen casi fija, anodina, desprovista de narración y contenido, ausente de sí misma. Es un extraño e inquietante poema visual que casi imperceptiblemente de desplaza de su eje en una expresión de tiempo derrotado o vencido.

Perfectamente podríamos acabar aquí el comentario de “Los nombres”, con esta fría y burocrática acta notarial que he reflejado en el párrafo anterior, pero ello sería de una gran desconsideración hacia la artista y su obra, e incluso denotaría una falta de profesionalidad en mi labor. En verdad creo que lo escrito hasta ahora es algo así como una versión de “La vida instrucciones de uso”, la obsesiva novela de Georges Perec, acoplada con más o menos fortuna a la obra de Concha Martínez Barreto, pero al igual que en la “puntillista” crónica del escritor francés, en “Los nombres” nada es lo que “realmente” parece, precisamente por llevar la realidad mostrada y dibujada a un “vanishing point” extremo, o punto de fuga o desvanecimiento. Desaparecida la realidad, entonces, como en el poema de Pepe Hierro “en un licor trémulo y turbio/antes de que me hunda/en el torbellino del sueño”.

El realismo, y en cualquier manifestación artística que deseemos contemplar, lo que en verdad expresa (y en ocasiones denuncia) es un problema de perspectiva, una contingencia extraviada, una representación probabilista de elementos configuradores de sentido. Estas, en origen, pequeñas fotografías, y ampliadas “manualmente” para ser comprendidas y procesadas desde el presente, lo que en verdad consiguen es un discurso (conceptualmente inteligente, visualmente bello, sentimentalmente inquietante) sobre la memoria y el tiempo -naturalmente: su afirmación es bastante gratuita por obvia-, pero el punto de inflexión no radica tanto en la memoria como en la incapacidad del recuerdo para ejercer de fiscal de aquello que, condenado al olvido, decide no tanto recordar como “formalizar”. En “Los nombres” la realidad (o mejor: la narración de la “realidad”) se transfigura en una “abstracción abierta”, susceptible de ser “nombrada”. Ahora bien, ese nombramiento –que en esta serie es profundamente español, y ello nos llevaría a un debate muy interesante: ¿el realismo en arte es siempre una manifestación “nacionalista” de las coordenadas históricas y culturales del artista?- se tensiona a sí mismo, el nombramiento decimos, en tanto que radicación concreta en las relaciones concretamente biográficas, humanas y sociales, de la misma existencia del artista. Con otras palabras: la artista nombra y formaliza una pura abstracción. Se debate entre un “realismo abierto” que a sí mismo se traiciona y un “realismo sin fronteras” que no sabe cómo desprenderse, en imposible olvido, de las raíces culturales de las que surge. En definitiva, desea olvidar (forma “abstracta”) con un empecinado recuerdo (forma “figurativa”). En este punto, algo así como una cesura entre dos versos, radica la radical sofisticación de esta obra.

El respeto con el que la artista ha traducido a dibujo una docena de pequeñas fotografías familiares es majestuoso. Estas han sido rescatadas del álbum familiar de su padre, Gregorio. La praxis de la fotografía al dibujo ha ocupado a Barreto más de un año. Lápices afilados, gomas gastadas, pliegos de papel blanco, pulso y pericia para el cambio de escala. Dibujar sin desmayo con un objetivo: recorrer, mirar, cada hueco del claroscuro de la luz atrapado por las sales de plata. Martínez Barreto lame con su mirada cada rincón del ayer de los otros, como se lamen las heridas para sanarlas, como Démeter trae de nuevo a la vida lo enterrado en el submundo de las sombras. Hemos sido invitados a los misterios eleusinos.

En las entrañables estampas, sin un orden establecido, aparecen huecos blancos. Podríamos escribir nombres en ellos. “Los nombres”, no escritos, son el título. Barreto es explícita sobre el significado. De hecho, escribe en el catálogo: “El miedo a la ausencia de memoria habla en definitiva del propio miedo a la muerte, a dejar de ser, a que mis propios recuerdos no pertenezcan a nadie y a que mi cara encontrada en una imagen no pueda vincularse a ningún nombre”. Sus palabras rubrican de qué va esto de vivir (y desaparecer). Cabe preguntarse: y quién no está de paso hacia la nada. Para todos tiene la muerte una mirada, suscribe el poeta (Cesare Pavese).

La exhibición, dividida en dos partes, recoge en la sala más pequeña y oscura media docena de pequeñas pinturas resueltas con la exquisitez habitual practicada por esta pintora. Aviso. Ha renunciado al color. En la paleta de Concha se cuece una espartana grisalla de la que bulle un mundo, en principio indeterminado, pero a la larga los personajes y decorados destilan un cierto aroma anglosajón. Las escenas, al carecer de título-guía, nos abocan a una dramaturgia de interpretación abierta y de ahí que la sugerencia de lectura resulte un misterio irresuelto.

Jeroglíficos, misterio, belleza. Martínez Barreto sabe que toda narración surrealista es siempre un sueño por soñar y la esperanza está en los ojos del que mira.

 

 

Crítica en prensa de la exposición individual “La hoja invernal”, en la Ermita de San Roque de Fuente Álamo, Murcia. La verdad, 3 de noviembre de 2017.