Concha Martínez Barreto
Los Nombres.


“Y vendrá un tiempo. Vendrá un tiempo en que
ya no sabremos dar un nombre a lo que nos una.
Su nombre se irá borrando poco a poco de nuestra
memoria. Y luego, desaparecerá por completo”.
Marguerite Duras.

 

 

He recopilado antiguas fotos familiares buscando sentir que los que se van siempre permanecen. Sin embargo, los fotografiados -que debieron sentir que esa cámara que tenían delante era un salvoconducto hacia el futuro, que aseguraría su presencia más allá de la muerte-, sólo parecen hablar con el silencio y sus rostros ya no logran tener un nombre.

Es el encuentro con estas viejas fotografías y la dificultad para hacer una lectura de ellas el germen de mi trabajo, que me permite reflexionar sobre la capacidad de las imágenes para retener la memoria y me lleva a desarrollar un discurso sobre la propia identidad, las conexiones intergeneracionales, la muerte y el olvido. El miedo a la ausencia de memoria habla en definitiva del propio miedo a la muerte, a dejar de ser, a que mis recuerdos no pertenezcan a nadie y a que mi cara encontrada en una imagen no pueda vincularse a ningún nombre.

El interés por la permanencia y la reconstrucción de la memoria como cuestión identitaria dirigen mi trabajo hacia estos archivos familiares, en un intento por atrapar el recuerdo y forjar mi identidad a través de la vida de los que me precedieron. Pero, pese al vínculo existente con el viejo imaginario doméstico, los enormes vacíos en la transmisión de vivencias e historias hacen que estas imágenes no puedan despertar en mí ningún recuerdo. Cuando para los fotografiados hubieran podido suponer, en el sentido de la imagen mnemónica wittgensteiniana, todo un desencadenante de evocaciones, que les llevaría a rememorar unas voces, sentir el tacto de una silla de madera, unas manos apretando fuertemente…, ante mí se muestran cargadas de claves, de historias –mi historia- difíciles de descifrar. El tiempo, que era lo que presumiblemente trataban de atrapar, ha terminado por desdibujarlas.

Estas imágenes, antes emotivas y cargadas de significado, quedan ahora, sin el relato de sus protagonistas, desprovistas de argumento. Al suponerlos desaparecidos, me enfrentan a la imposibilidad de conocer sus historias -por extensión, la mía propia-. “Los nombres”, serie de dibujos realizados a partir de estas fotos familiares, hablan así también de la frustración que surge al comprender que es demasiado tarde para recuperar la memoria, para preguntar por unas vivencias que nunca transmitiré.  Hablan del miedo a que cada historia esté condenada a terminar en uno mismo.

Una única voz, la de mi padre, hace de puente entre las generaciones que fueron y las que son. Pero esta voz está llena de lagunas e incertidumbres. La pérdida de los testimonios me hace tomar consciencia de que pronto empieza a ser tarde para recomponer el pasado. Tal vez ya sólo quede un tiempo para la “postmemoria”, esa especie de memoria heredada llena de elipsis e interrogantes, de la que hablara Marianne Hirsch para referirse a la de las generaciones siguientes a los supervivientes del Holocausto. Se trata ya de una memoria que sólo puede recrearse a través de unas imágenes para las que los relatos son casi inexistentes, frágiles y llenos de dudas.

No son sólo pocos los testimonios, también son pocas las imágenes. En contraste con la infinidad de fotografías que generamos en la actualidad, son muy escasas las que logro recopilar de mis antepasados. Todas las historias de todo un tiempo quedan encriptadas en tan solo unas cuantas fotografías. Con el acto de dibujar estas imágenes, en un dibujo lento y minucioso, trato de recomponer esas vidas, de reconstruirlas a partir de casi nada.

“No hay familias ni recuerdos, sólo una familia común a todos. Me reconozco en las fotos de otros desvanes (…) Disuelvo mi yo entre millones de familias que se creyeron únicas sin saber que eran la mía”, escribe Sergio del Molino. Efectivamente, todos somos iguales o bastante parecidos, por lo que el cariz identitario de mi trabajo podría buscarlo en la memoria de cualquier familia: Todas las familias parecen haber posado igual, reído y compartido igual. De todas las fotos familiares parece querer desprenderse el mismo aura de familia feliz. Y todas van a caer igualmente en el olvido.

Marianne Hirsch habló precisamente de esta “mirada afiliativa” (“Affiliative look”), por la que cualquier imagen ajena podría integrarse en nuestra propia narrativa. Si bien esto es así, la necesidad de arraigo de la que hablan mis dibujos me lleva a buscarme en las fotografías de mi propia familia, con la idea de que parte de mí está realmente presente en esas imágenes. Puede que en ellas no haya nombres ni historia: tan sólo hombres, mujeres, niños, pero a los que me sé unida por un vínculo. Este concepto de vínculo, que está muy presente en mi trabajo, me lleva a reflexionar sobre los distintos roles familiares y las conexiones intergeneracionales.

Decía Marcel Proust que en las fotografías, al retratado “se le recuerda peor que limitándonos a pensar en él”. Pero dibujar estas fotografías es precisamente pensar en los retratados. Ya no se está realizando el barrido rápido que se hace siempre sobre una instantánea. El lento proceso del dibujo implica detenimiento, pensar minuciosamente cada rostro, llegar a un conocimiento que me lleva a identificar las caras –aun sin nombres- en otras fotografías.

Dibujar estas imágenes me permite verlas de una manera totalmente diferente, llegar a un estrato donde sólo el ojo –sin el proceso de dibujo- no podría llegar. Mediante el carbón se va creando otra estructura, se recompone la historia y se rellenan elipsis. Con el ampliado de unas imágenes en origen tan pequeñas, los rostros sufren una indeterminación que trata de definirse en el proceso de dibujo, como si de una metáfora de la recuperación de memoria se tratase.

Realizar esta serie es pensar y reconstruir unas vidas de las que apenas quedan huellas. Y si tal vez sea inevitable que nuestro paso por la vida sea al final algo más que silencio,  puede –me gusta creer- que algo de nosotros quede en los que nos sucedan, en una conexión infinita. Que estamos llenos de trozos de vida de los que nos precedieron aunque ya no tengan nombre.